Un día de julio, poco después de cumplir seis años, mi mamá me inscribió para tomar lecciones de natación en la piscina pública. Me encantaba jugar en el agua con mis amigos, pero me aterraban las lecciones. De hecho, tuve que hacer la clase para principiantes más de una vez. No porque no pudiera nadar, la verdad es que lo hacía bastante bien. Lo que ocurría era que para calificar uno también debía mantenerse a flote durante un minuto. Tenía que hacer bien las dos cosas para poder avanzar, y por más que me esforzaba, cuando trataba de flotar me hundía. Ese era el problema. Me estaba esforzando demasiado.
Recuerdo que mis instructores con mucho cariño me alentaban para que me relajara, asegurándome que podía confiar en que el agua me sostendría. Pero a mí me resultaba difícil creer que algo tan fluido pudiera también ser lo suficientemente sólido como para mantenerme a flote. Nadar tenía sentido. Flotar, no.
Aquel verano finalmente lo logré. Estaba flotando de espaldas sobre el agua y mirando el cielo azul, cuando con sorpresa me di cuenta de que el agua me sostenía. Yo no estaba haciendo otra cosa más que dejar que el agua hiciera lo que con tanta naturalidad hace con los patos, los barcos y la gente; les permite flotar.
Siempre que me esfuerzo mucho por encontrar una respuesta mediante la oración a alguna situación que estoy enfrentando, pienso en aquella clase para principiantes. ¿He estado acaso leyendo, estudiando y argumentando mentalmente con tanta insistencia para abrirme paso y solucionar el problema, que no me he detenido para permitir que Dios sea Dios, y que la gentil naturaleza de la gracia produzca los cambios necesarios? A veces llegamos a nadar espiritualmente con tanta habilidad, que descuidamos la importancia de flotar, la importancia de la gracia. Ambas son partes esenciales de nuestro crecimiento espiritual para conocer mejor a Dios. Y descansar calladamente en la gracia es el complemento necesario para tener una ágil disciplina mental.
La gracia es el don dado, no ganado. La Biblia nos dice que “la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo” (Juan 1:17). A través de su ministerio sanador Jesús nos mostró que todos somos hijos de Dios, y que nuestra integridad innata —nuestra compleción espiritual— ya nos ha sido otorgada. Nuestra función es reconocer y aceptar esto. Mary Baker Eddy en una ocasión definió la gracia como “el resultado de comprender a Dios” (La Ciencia Cristiana en contraste con el panteísmo, pág. 10).
A medida que apreciamos más profundamente la naturaleza de Dios como la Vida, la Verdad y el Amor infinitos —siempre presente, abarcándolo todo y el único poder verdadero— nos damos cuenta de que no puede existir situación o condición que se oponga a la Totalidad de Dios. El resultado natural de esta comprensión espiritual es restauración y curación.
Eddy escribió a uno de sus estudiantes sobre la práctica de la curación espiritual y explicó que “Comienza como una maravilla de poder y luego se transforma en una maravilla de gracia” (Mary Baker Eddy. Una vida consagrada a la curación cristiana, Yvonne Cache von Fettweiss y Robert Townsend Warneck, pág.170).
La naturaleza misma del Amor infinito es bendecir a cada uno y a todos nosotros sin medida. Y una inspirada percepción de lo que es Dios y de lo que Él hace, nos vuelve receptivos a este maravilloso sentido de gracia. Tenemos una confianza cada vez mayor en ella y nos damos cuenta de que la recibimos sin esfuerzo alguno, es como flotar en el agua una tarde de verano.
