Un día de julio, poco después de cumplir seis años, mi mamá me inscribió para tomar lecciones de natación en la piscina pública. Me encantaba jugar en el agua con mis amigos, pero me aterraban las lecciones. De hecho, tuve que hacer la clase para principiantes más de una vez. No porque no pudiera nadar, la verdad es que lo hacía bastante bien. Lo que ocurría era que para calificar uno también debía mantenerse a flote durante un minuto. Tenía que hacer bien las dos cosas para poder avanzar, y por más que me esforzaba, cuando trataba de flotar me hundía. Ese era el problema. Me estaba esforzando demasiado.
Recuerdo que mis instructores con mucho cariño me alentaban para que me relajara, asegurándome que podía confiar en que el agua me sostendría. Pero a mí me resultaba difícil creer que algo tan fluido pudiera también ser lo suficientemente sólido como para mantenerme a flote. Nadar tenía sentido. Flotar, no.
Aquel verano finalmente lo logré. Estaba flotando de espaldas sobre el agua y mirando el cielo azul, cuando con sorpresa me di cuenta de que el agua me sostenía. Yo no estaba haciendo otra cosa más que dejar que el agua hiciera lo que con tanta naturalidad hace con los patos, los barcos y la gente; les permite flotar.
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