El hogar ha sido una de las necesidades humanas más importantes, en todas las épocas. Su función siempre ha sido brindar protección y una sensación de comodidad.
La descubridora de la Ciencia Cristiana, Mary Baker Eddy, quien tuvo que mudarse y encontrar una nueva casa muchas veces en su vida, dijo en una ocasión: “El hogar no es un lugar, sino un poder. Encontramos el hogar cuando llegamos a comprender totalmente a Dios. ¡Hogar! ¡Piensa en esto! Donde los sentidos no tienen reclamos y el Alma satisface” (Irving C. Tomlinson, Twelve Years with Mary Baker Eddy, p. 156, Amplified Edition, p. 211). Esto demuestra muy claramente que el “hogar” es en realidad nuestro estado de consciencia individual, el cual es cada vez más feliz a medida que comprendemos mejor a Dios. Viéndolo desde esta perspectiva, no tiene ninguna importancia si vivimos solos o con otras personas. Más bien, lo que importa son nuestros pensamientos y actitudes, porque son esencialmente nuestros acompañantes y constituyen nuestro hogar mental.
Reconocer que estamos lidiando con nuestra propia consciencia puede tener un efecto liberador. Si nos sentimos descontentos o infelices con nuestro hogar, o con aquellos que viven con nosotros, podemos cambiar lo que estamos experimentando. En lugar de anhelar la así llamada “felicidad” y ansiar simplemente tener un hogar perfecto, podemos empezar a limpiar nuestra propia consciencia.
Por ejemplo, podemos dejar de apoyarnos en la gente pensando que son la fuente de nuestra felicidad en el hogar y, en cambio, dedicarnos a alcanzar una mejor comprensión de Dios como la única fuente de todas las buenas cualidades. Si bien las circunstancias humanas a menudo cambian y puede que como consecuencia haya caos e insatisfacción, las cualidades del Amor divino jamás cambian. Podemos esforzarnos por alinear nuestro pensamiento con estas cualidades, y recurrir a la sabiduría divina en busca de guía cuando elegimos un hogar y la gente que vivirá con nosotros.
Cuando buscamos felicidad y bienestar en Dios, creamos las bases para tener un compañerismo funcional y satisfactorio con los demás.
La verdadera naturaleza de cada persona es espiritual, y él o ella nunca puede estar separado de su origen, Dios. A medida que reconocemos esto nuestras interacciones con los demás se vuelven cada vez más armoniosas y nuestras relaciones con ellos expresan más equilibrio y orden.
Cuando buscamos felicidad y bienestar en Dios, creamos las bases para tener un compañerismo funcional y satisfactorio con los demás, así como un lugar donde todo el mundo se siente ¡como en casa!
También es importante darnos cuenta de que nuestra morada en Dios es espiritual, eterna e inalterable, está siempre intacta, y no puede ser tocada de ninguna manera por lo que está ocurriendo a nivel humano. Una consciencia totalmente llena de esta verdad, es lo que San Pablo llamó “vivir en ese hogar con el Señor” (véase 2 Corintios 5:8, versión “Palabra de Dios para Todos” y la versión alemana NeueLuther Bibel). Y el Salmo 90 lo expresa de la siguiente forma: “Señor, tú nos has sido refugio de generación en generación” (versículo 1). Es un lugar que jamás podemos dejar y que nadie jamás podrá quitarnos.
La vida de Moisés ofrece un inspirado ejemplo. Durante años, él guió a todo un pueblo de un lugar a otro a través del desierto. La gente no siempre apreciaba lo que él hacía por ellos, de hecho, hasta se quejaban. A pesar de sus injustas críticas, y el desafío constante de encontrar comida en medio de la escasez y el yermo donde se encontraban, Moisés demostró que se podía contar con Dios, Su guía amorosa y continua provisión (véase por ejemplo, Éxodo 15:22-27). Él vivía en la casa de Dios, su Padre, y esto es verdad para nosotros también. Nuestro verdadero hogar es espiritual, está presente en todas partes y bajo toda circunstancia.
Sólo en el Amor divino —no en otras personas ni en nosotros— encontramos la fuente de la verdadera felicidad.
He experimentado esto muchas veces en mi vida. Durante muchos años, debido a mi trabajo tuve que viajar, a veces por largos períodos de tiempo, a muchos países diferentes, lejos de mi familia y de mi hogar. Al estar consciente de que mi hogar estaba siempre en Dios, pude sentir la presencia eterna del cuidado y la guía inteligente del Amor divino. Dondequiera que estuviera, incluso en las circunstancias más difíciles o aparentemente peligrosas, tuve una fuerte y tangible sensación de seguridad y bienestar.
Cuando tenemos fe en la presencia protectora y afectuosa de Dios, nuevas posibilidades, ideas y cualidades se van desplegando constantemente ante nosotros, haciendo que todo lo que hagamos, todo lugar que estemos y todo hogar, sea una actividad llena de alegría.
Sólo en el Amor divino —no en otras personas ni en nosotros— encontramos la fuente de la verdadera felicidad. El Salmista comprendió que “contigo está el manantial de la vida” (Salmo 36:9). Es nuestra labor enfocarnos mucho más en esta sola y única fuente, y no permitir que nadie ni nada nos distraiga de ella.
San Pablo explica: “Porque en él [Dios] vivimos, y nos movemos, y somos; … Porque linaje suyo somos” (Hechos 17:28).
¿Qué significa ser el linaje de Dios? Significa que todos tenemos el mismo Padre-Madre Dios y, por lo tanto, pertenecemos a la misma familia espiritual que lo abraza todo, en la cual nadie está sujeto a las limitantes clasificaciones de joven y viejo, hombres y mujeres, ricos y pobres, negros y blancos, religiosos y ateos, inválidos y saludables, inteligentes y estúpidos, y así sucesivamente. ¿Por qué no?
Porque el origen, la naturaleza espiritual de todos, es la suma de todas las buenas cualidades e ideas de Dios, las cuales se manifiestan constantemente por reflejo como la verdadera individualidad de cada uno de nosotros. La comprensión de que una sola Mente, Dios, nos gobierna a todos, elimina definitivamente todo el descontento que podamos tener con nosotros mismos y con los demás, y los absurdos argumentos que puedan surgir como resultado.
A medida que continuemos afirmando calladamente nuestro origen espiritual —recordando que nuestro ser completo y presente es un reflejo de Dios y nos aferremos a él— podremos sentir el único Amor divino que lo rodea todo, brindándonos bienestar, seguridad y satisfacción. Entonces estaremos verdaderamente en casa, “en nuestro hogar”.
