Una tarde, en 1994, me dieron ganas de comer un poco de caña de azúcar con mi hermanito, Charly. En aquella época, vivíamos en Muanda, en la República Democrática del Congo. Para cortar la caña de azúcar, elegí un cuchillo muy afilado que usamos en el Congo para rebanar fumbúa, una especie de espinaca silvestre de hojas muy duras, ingrediente principal de un plato delicioso que nos gusta preparar. Al cortar la caña de azúcar por la mitad, accidentalmente me corté el dedo hasta el hueso. El dolor era intenso.
Estábamos afuera en la terraza de nuestra casa, así que Charly corrió adentro a buscar un pedazo de tela para poder vendarme el dedo. Inmediatamente volví me pensamiento a nuestro Padre-Madre Dios, y declaré en silencio y con firmeza que “los accidentes son desconocidos para Dios” (Mary Baker Eddy, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 424). Había aprendido esto en la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana a la que asistía desde que tenía tres años. Para mí, esta declaración significa que Dios gobierna todo con la ley del Amor divino, y que en Su reino, donde vivimos, no hay ninguna ley de casualidad o accidentes por los cuales pudiéramos sufrir.
Cuando empecé a decir las palabras: “Padre Nuestro…”, yo tenía la certeza de que Dios es verdaderamente mi Padre, mi Madre, mi Guardián y
mi Todo.
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