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El verdadero derecho para todos

Del número de enero de 2014 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana

Publicado originalmente en el Christian Science Journal de Noviembre de 2013.


Hay algo dentro de la consciencia humana que hace que la gente se sienta con derecho a todo lo bueno, sin condiciones. En el mundo tan pequeño de la realeza, las personas que nacen dentro de un ambiente de gran riqueza y elevada posición social, tienen simplemente el derecho legal de primogenitura de recibir, en lugar de tener que ganar, su riqueza y posición. Pero para gran parte de la humanidad, la percepción de a qué tenemos o no derecho, continúa causando gran disensión en el mundo.

El hecho es que el conflicto mundial sobre el derecho legítimo no se resolverá de manera permanente hasta que el verdadero derecho —la idea espiritual y la ley más elevada de derecho— sea comprendido y se vea manifestado en la condición humana. Ese “algo” dentro de la consciencia humana que hace que sintamos el derecho natural al bien, es el Cristo, hablándonos de nuestro verdadero estado como linaje, o reflejo, del Amor divino. Puesto que nuestra unidad indestructible con este Amor —nuestra coexistencia con el Amor— es la ley inmutable de nuestro ser real, tenemos el derecho legítimo y perpetuo a todo el bien genuino.

La coexistencia de Dios y el hombre es una dependencia eterna y totalmente recíproca. En otras palabras, ni Dios ni el hombre existe, o puede existir, sin el otro. Mary Baker Eddy explica este punto cuando escribe en el libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras: “Separado del hombre, quien expresa el Alma, el Espíritu no tendría entidad; el hombre, divorciado del Espíritu, perdería su entidad. Pero no hay, no puede haber, tal división, porque el hombre es coexistente con Dios” (págs. 477–478).

Es un hecho notable que Dios, el Ego único, no tendría entidad sin Su expresión de Sí Mismo; y que el hombre no existiría sin Dios, el Espíritu. De hecho, como Dios es la Mente y la Vida de toda la creación, y puesto que toda la creación está formada de ideas que moran dentro de esta Mente, si la Mente de pronto desapareciera, toda la creación —el hombre y el universo— desaparecería en ese momento. Ese es el verdadero concepto espiritual de la coexistencia, donde Dios y el hombre, el Principio y la idea, la causa y el efecto, es uno, no dos. La sustancia del hombre es literalmente la sustancia misma del Espíritu infinito.

A medida que empezamos a comprender que somos, en este mismo momento, nada menos que los hijos e hijas espirituales de nuestro Padre-Madre Dios, comprendemos que, en el sentido espiritual más elevado, somos miembros de la realeza. Este es el verdadero derecho de primogenitura —que tenemos todos, no solamente unos pocos elegidos— de disfrutar del bien infinito, de recibir el amor de Dios. Esto es un obsequio gratuito, no algo que tenemos que ganar con el sudor de nuestra frente. “El hombre no está hecho para labrar la tierra” explica Ciencia y Salud: “Su derecho inherente es el señorío, no la servidumbre” (págs. 517-518).

Entonces, ¿no tenemos nada que hacer? Sí, hay algo que debemos hacer. Tenemos que usar todas las expresiones del amor que Dios siente por nosotros; no trabajar para obtener, sino con alegría y energía trabajar con, los talentos, atributos, cualidades y capacidades que el Amor nos ha otorgado. Es más, Dios jamás da esos dones sin proporcionar abundantes oportunidades para utilizarlos. Tenemos que usar, en particular, el amor que es la moneda del Amor divino, que fluye eternamente; debemos poner en práctica ese amor, “ser” ese amor, a fin de que se multiplique en infinitas formas útiles.

Además, hay algo imprescindible que debemos hacer. Para aceptar la realidad de nuestro estado divinamente real como linaje espiritual del Amor —y el derecho que lo acompaña— tenemos que apartarnos terminantemente de lo que es irreal, o sea, del concepto limitado y pecaminoso de que el hombre es mortal y material. Nuestro libro de texto aclara este punto con estas fuertes palabras: “En la Ciencia divina, el hombre material está excluido de la presencia de Dios” (pág. 543).

Es obvio, que el hombre material con una vida y mente privadas separadas de Dios —meramente la supuesta inversión del hombre espiritual y real— no coexiste con Dios y no tiene ningún derecho divino. Este hombre, en lugar de depender totalmente de Dios, cree que depende por completo de sí mismo y de otros para todas sus necesidades; que depende de otros para ser creado, y depende de sí mismo y otros para ser alimentado, vestido, empleado, para recibir inspiración y ser sanado.

El nacimiento virginal de Cristo Jesús, silenciando toda ley material de generación, ilustró el hecho absolutamente fundamental de la coexistencia presente del hombre con Dios, y su total dependencia de Él, es decir, que sólo Dios crea al hombre. Las poderosas obras sanadoras de Jesús probaron que la humanidad es realmente alimentada, vestida, empleada, inspirada y sanada, únicamente por medios espirituales. Él expuso el error de que pudiera haber mente y vida en la materia, y enseñó las terribles consecuencias de creer y aceptar dicho error.

Podríamos decir que la querida parábola del hijo pródigo (véase Lucas 15:11-32) es un ejemplo perfecto de la primordial enseñanza del Maestro acerca de la coexistencia del hombre con su Principio divino, el Amor, y nuestra necesidad de comprender el costo de apartarse de esta relación fundamental, de excluirnos a nosotros mismos de la presencia de Dios.

La parábola comienza diciendo: “Un hombre tenía dos hijos”. El hijo más joven pidió su parte de la herencia y, creyendo que tenía una mente y voluntad propias, muy pronto se fue y “desperdició sus bienes viviendo perdidamente”.

Es interesante notar que este joven, a pesar de todas sus faltas, comprendía lo que merecía como hijo y heredero. Cuando decidió irse de su casa, dijo: “Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde”. Jesús enseñó: “Pedid, y se os dará” (Mateo 7:7). De manera que en cierto sentido se podría decir que el hijo pródigo estaba en el camino correcto. No tuvo miedo de pedir. Tampoco pareció pensar que se le negaría lo que estaba pidiendo.

Pero el materialismo, el magnetismo animal, hizo que interpretara mal su filiación. No entendió que para continuar experimentando el bien, tenía que “quedarse en casa”, por decirlo así, porque la continuidad de nuestra individualidad —nuestra habilidad para continuar recibiendo aquello a lo que la filiación nos da derecho— sólo se encuentra en nuestra coexistencia con Dios, nuestro perpetuo reflejo del bien infinito y desbordante. El hijo pródigo estaba por aprender que, sin este reconocimiento, siempre estaría sujeto a la limitación, la escasez y la perdición.

De modo que, cuando lo había gastado todo, cuando sus esfuerzos por recurrir a otros como la fuente de ayuda habían fracasado, cuando se sintió desesperadamente solo y que nadie lo quería, “volvió en sí”. Se dio cuenta, con mucha humildad y arrepentimiento, de que necesitaba regresar a la casa de su padre. Pero la primera vislumbre de esta gran verdad de su relación “regia” con el Amor divino —su coexistencia con Dios— incluyó servidumbre. Al preparar lo que le diría a su padre con mucha humildad, decía: “Hazme como a uno de tus jornaleros”. Pero es interesante notar que en el relato Jesús omite esa parte cuando llega a la casa. Tal vez el hijo menor todavía tenía que comprender lo que realmente significaba estar de nuevo en la casa del padre: la restauración completa de su calidad de hijo, cuando el pecado ha sido destruido y es aprendida la lección.

No obstante, al ver a su padre y sentir cómo lo rodeaban los brazos de su padre, vio nuevamente a qué tenía derecho como el hijo profundamente amado. Y no solo le fueron satisfechas sus necesidades más básicas, sino que fue colmado también de lo que representaba abundancia y belleza: el mejor vestido, un anillo, zapatos y una cena especial, acompañada de “música y danza”.

Por su lado, el hijo mayor tenía un intrigante problema. Como indica la parábola, él se quedó en casa. Pero, ¿tenía realmente consciencia de lo que eso significaba? En lugar de reconocer que estar con el Padre, Dios, significaba que el bien era suyo como un derecho natural que podía reclamar por ser hijo y heredero, él pensaba que tenía que ganarlo como un sirviente. Enojado le dijo a su padre: “He aquí, tantos años te sirvo,… y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos”.

Uno realmente podría preguntarse por qué este hijo nunca pidió que hubiera una fiesta. Con arrogancia, estaba pidiendo que se lo tratara como hijo, pero pensaba de sí mismo como sirviente. San Pablo escribe: “Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero de Dios por medio de Cristo” (Gálatas 4:7). Y como nos recuerda el Maestro: “El esclavo no queda en la casa para siempre; el hijo sí queda para siempre” (Juan 8:35).

El hijo, el heredero de Dios, tiene el derecho a todo el bien que viene de Dios, la única fuente del bien. Y eso es lo que esencialmente le dijo el padre a su hijo mayor cuando respondió, con tanta ternura maternal: “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas”. Nosotros le pertenecemos a Dios, y Dios nos pertenece a nosotros. ¡Qué declaración más inspirada de la coexistencia espiritual! No es egotismo aceptar nuestro ser divino y nuestro derecho a todo el bien que acompaña ese ser. Es simplemente la realidad. Es simplemente la verdad de que el hombre, al reflejar la sustancia infinita, tiene el derecho a su herencia regia y espiritual.

Tanto el hijo pródigo como posteriormente su hermano mayor, habían, cada uno a su manera, negado la identidad espiritual que les pertenecía al estar en constante relación con el Padre, el Amor divino. Y algo que invita a la reflexión es que el hijo mayor, al final de la parábola, todavía no ha entrado en la casa, en la demostración de esa coexistencia con el Amor que le daba derecho al bien infinito.

Pero ¿cómo podía tomar consciencia de su unidad con el Amor mientras tenía pensamientos mortales y pecaminosos completamente separados del Amor: creerse mejor que los demás, egoísmo, amor propio, orgullo, celos, ingratitud, ira, justificación propia, obstinación, resentimiento, un corazón incapaz de perdonar, y la creencia materialista de que el hombre compite por el amor y la sustancia? Estaba ocupado deseando que se lo quisiera a él más que a otro, en lugar de complacerse en la alegría del regreso de su hermano y el consuelo del amor del Padre, que todo lo incluye.

A diferencia del hijo menor, que en la parábola pasó de un estado de depravación a un sentido saludable de moralidad —el efecto del Cristo puro, la Verdad, tocando la consciencia humana—, el hijo mayor todavía no ha visto ni se ha arrepentido de sus pecados, tal vez porque la forma de pecado que él representa por lo general no es reconocida como pecado, es decir, un sentido personal del bien separado de Dios. El hermano mayor no se daba cuenta de que necesitaba arrepentirse porque pensaba que él era humanamente muy bueno. Necesitaba ver que él, también, como su hermano pródigo, se había separado de Dios, la única fuente del bien, y tenía que someterse a las demandas científicas de la coexistencia con el Amor, a fin de reclamar su herencia.

Pero ¿por qué describió Jesús al hijo mayor de la manera que lo hizo? ¿Por qué lo retrató como alguien que no se arrepintió, que no había sanado? No podemos saberlo con seguridad, pero yo siento que en toda la experiencia de Jesús como la conocemos por los Evangelios, estos pecados en particular han demostrado ser los que menos ceden, los más difíciles de sanar. Ciencia y Salud incluso identifica a algunos de ellos como “el adamante del error” (pág. 242).

Nuestro Maestro indicó a los fariseos, sacerdotes y ancianos en más de una ocasión que los publicanos y las rameras entrarían en el reino de Dios antes que ellos, implicando que estos últimos con humildad reconocían sus pecados y su necesidad de arrepentirse, mientras que los primeros, ante la opacidad de creerse mejor que los demás, no veían la necesidad de arrepentirse. Y sin verdadera humildad, al no renunciar a la personalidad —buena o mala— separada del Espíritu, y aceptar nuestro ser como la manifestación individualizada del Espíritu, no hay demostración de la coexistencia con Dios; así como tampoco la habilidad de recibir nuestro verdadero derecho de ser herederos de Dios.

En Escritos Misceláneos 1883–1896, la Sra. Eddy describe nuestro derecho de la siguiente manera: “Dios os da Sus ideas espirituales, y ellas, a su vez, os dan vuestra provisión diaria”. Y luego declara: “¡Qué gloriosa herencia se nos da mediante la comprensión del Amor omnipresente! Más no podemos pedir; más no podemos desear; más no podemos tener” (pág. 307). Recibir esta herencia requiere la consciente y gradual demostración de la coexistencia con nuestro Principio divino, el Amor. Pero a medida que estamos dispuestos y con humildad entramos en la casa —en la paciente demostración del amor espiritual— hasta las formas más obstinadas de pecado se disolverán en la calidad de ese Amor, y oiremos al Padre decirnos también: “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas”.

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