Un día, cuando tenía seis años, fui a andar en trineo con mi hermano mayor, Noah. Me senté en el trineo, y Noah comenzó a arrastrarme a lo largo de la acera. De repente vi que una parte del pavimento no tenía nieve. Le dije: “¡Noah, detente! ¡No vamos a pasar!” Pero él respondió: “¡Por supuesto que sí!” Sin embargo, el trineo se detuvo de golpe sobre la parte sin nieve, y con mucha fuerza me golpeé la cara contra la barra de metal de la parte delantera del trineo. Realmente me dolía mucho y comenzó a sangrarme la nariz. Al principio, me enojé mucho con Noah. Pero mi papá me dijo enseguida que yo jamás podía caer de las manos de Dios. También me dijo que no tenía que culpar a Noah, ni empezar a pensar de quién había sido la culpa. Escuché a mi papá, dejé de pensar en toda la culpa y la crítica, y perdoné a Noah.
Después de unos minutos se detuvo la hemorragia y la cara ya no me dolía más.
Ahora sé que si algo me pasa, no tengo que culpar a nada ni a nadie. Culpar a algo o a alguien no resuelve tus problemas. Tienes que dejar de pensar en quién tiene la culpa y perdonar. Esa es la única manera de sanar. Mira la historia bíblica de José, por ejemplo. Sus hermanos mayores lo enviaron lejos porque estaban celosos de él. Pero José no se la pasaba todo el día de mal humor. Él, en cambio, perdonó a sus hermanos. Y a pesar de todo el dolor que experimentó, no se enojó con sus hermanos. Se mantuvo firme en la idea de perdonar, y finalmente se convirtió en el segundo hombre más poderoso de Egipto (véase Génesis 37).
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