Una noche tarde, recibí una llamada del hospital de niños, diciéndome que mi hija de 20 años había sido atropellada por un automóvil, y estaba internada, muy grave.
Comencé a orar de inmediato. Desde un principio, decidí que la gratitud sería mi sostén. Iba a agradecer a Dios por todo, porque al hacerlo uno siente la presencia de Dios. Uno no puede estar agradecido y al mismo tiempo, desesperado. No puede haber un pensamiento negativo cuando uno está agradecido por la presencia del bien, porque Dios es el bien. Entonces si el bien está presente, nada más puede existir.
Mary Baker Eddy escribe: “Dios está en todas partes, y nada fuera de Él está presente ni tiene poder” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 473).
Fui con mi hijo al hospital con mucha esperanza de que todo saldría bien. Al llegar le agradecí a Dios por todas las personas que estaban trabajando a esa hora, expresando tanto amor a su prójimo. Agradecí todo.
Si bien mi hija perdía el conocimiento de a ratos, en un momento dado me reconoció y me dijo: “Mamá, por favor, pídele ayuda a Dios”. Le dije que ya estaba orando, y que estuviera tranquila porque Dios ayudaba a todos los que estaban en ese hospital.
Noté que la persona que le estaba higienizando las heridas lo hacía con mucha brusquedad lo que le producía más dolor a mi hija, y ella la estaba pasando muy mal. Yo me sentía indignada por esto, y me di cuenta de que necesitaba controlar mis sentimientos, pero no lo lograba. Yo estaba orando y, al mismo tiempo, luchaba por expresar gratitud.
De pronto, me vino claramente al pensamiento el número de teléfono de un practicista de la Ciencia Cristiana de un país vecino. Así que le pedí a mi hijo que lo llamara y le pidiera que orara por mi hija y me apoyara a mí.
Luego, trasladaron a mi hija a otro hospital, y los pronósticos médicos eran muy desalentadores. Diagnosticaron que tenía serios golpes en la cabeza. Las radiografías mostraron que presentaba siete fracturas, dos en la pelvis. Después de hacerle tomografías, los médicos pensaron que tenía una lesión cerebral, y querían llevarla a neurología. Pero yo comencé a orar negando de todo corazón que eso fuera posible. Insistí en saber que mi hija era una idea espiritual, por siempre perfecta y sana; que ella era “la compuesta idea de Dios, incluyendo todas las ideas correctas” (Ibíd., pág. 475). Finalmente la llevaron a traumatología.
En cuanto mi hijo habló con el practicista, todo empezó a cambiar. Fue como pasar de la guerra a la paz. Por la mañana, cuando vino el resto de la familia a verla, todo estaba en calma, y el pronóstico médico había cambiado. Mi hija estaba mucho mejor. Había recuperado totalmente el conocimiento y empezado a hablar. Los médicos le suturaron las heridas que tenía en distintas partes del cuerpo, y le pusieron yeso en un brazo.
Ella entró al hospital un viernes, estuvo menos de una semana internada, y el domingo siguiente asistió a la iglesia, aunque caminando con dificultad. Pocos días después se había recuperado totalmente, y volvió a sus actividades normales.
Para mí, fue como que renació. Esta curación ocurrió hace 18 años, y ella nunca tuvo secuela alguna del accidente.
Las palabras no son suficientes para expresar mi gratitud a Dios por Su amor y poder omnipotentes.
Rosario Iris Corrotti, Montevideo
