En 1995, un mes antes de mi boda, salí a almorzar con una amiga y compañera de trabajo. Nuestra oficina se encontraba en una calle de cuatro carriles con mucho tráfico, la cual, por lo general, a esa hora del día, estaba tranquila, y había un semáforo para peatones justo afuera de la entrada de nuestro edificio.
Cuando regresábamos a la oficina, nuevamente cruzamos en el semáforo para peatones. El conductor del único automóvil a la vista, se distrajo debido a su hijita que estaba en el asiento trasero (como él explicó después), y no notó mi presencia hasta que el auto y yo chocamos. Mi amiga estaba caminando unos pasos detrás de mí, y logró evitar el choque. Yo, por otro lado, fui lanzada por el aire una buena distancia detrás del auto antes de caer al pavimento. Un testigo llamó al número de urgencias 911, desde donde enviaron a la policía y una ambulancia. Algo no andaba bien con mi hombro izquierdo, y pensé que estaba dislocado. Estuve de acuerdo en que me llevaran al hospital para que lo pusieran en su lugar. Al llegar al hospital, los médicos confirmaron que había sufrido de raspaduras y magulladuras. Además, me dijeron que no tenía el hombro dislocado, sino que me había quebrado la clavícula. Le expliqué al personal de la sala de emergencias que era Científica Cristiana y que no quería ninguna medicación para el dolor, cosa que ellos aceptaron con mucha comprensión y respeto. Aparte de limpiar las heridas y sacar radiografías, no me dieron ningún tratamiento en el hospital, así que poco después, cuando mi futuro esposo me vino a recoger, me fui a casa.
Nada ni nadie me podía quitar mi dominio.
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