En el año 2006, mi esposa y yo decidimos visitar Guatemala, con un grupo. Los sitios que exploramos fueron maravillosos, y descubrimos lugares exuberantes. Hacia el final de nuestro viaje, almorzamos cerca de un lago. Nos ofrecieron mariscos, pero los miembros de nuestro grupo no estaban seguros de que ese tipo de alimento fuera fresco, y decidieron no tocarlo. A mí me encantan los mariscos, y no me pareció que estuvieran mal, así que los comí, a pesar de ser el único que lo hizo. Luego, regresamos al hotel. Más tarde me di cuenta de que no había cuestionado inmediatamente en mi pensamiento las dudas y temores que albergaba el grupo con el que viajábamos, sino que de alguna manera los había aceptado.
Esa noche, tuve que levantarme varias veces a causa de un malestar estomacal. A la mañana siguiente no me sentía bien, así que decidí quedarme en el hotel, mientras el grupo salía en la última excursión planeada para ese viaje. Solo en mi habitación, oré con la Biblia y Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, por Mary Baker Eddy; estos dos libros están siempre conmigo a donde quiera que vaya. En especial, estudié la Lección Bíblica semanal del Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana. Sin embargo, no me sentía mejor, y me venía continuamente esta sugestión: “Te han envenenado”. Durante todo el día no pude comer, sólo bebí un poco de agua. Cuando mi esposa regresó esa noche, me encontró muy de-salentado. Y la noche, fue similar a la anterior. Al día siguiente, teníamos que salir del hotel, ya que habíamos llegado al final de nuestro viaje. Ese día, pude participar en la última actividad planificada para nuestro grupo, aunque con dificultad. Yo estaba orando constantemente para ver lo que era verdad acerca de mi ser, esto es, mi perfección como hijo de Dios.
Yo sabía que Dios nunca abandona a Sus hijos, y que Él tenía el poder para sanarme.
Por la noche, justo antes de volar de regreso a casa, llamé a mi hija para pedirle que llamara a una practicista de la Ciencia Cristiana para que orara por mí. Yo sabía que Dios nunca abandona a Sus hijos, y que Dios tenía el poder para sanarme, aunque desde un punto de vista humano, yo estuviera batallando. Persistentemente afirmé: “Hágase tu voluntad, no la mía”.
Cuando volamos de regreso a París, no hablé mucho, y estaba preocupado de que todavía teníamos que tomar un tren para ir a casa, ya que vivimos en el campo, a unos 250 kilómetros [155 millas] de distancia desde el aeropuerto. Pero también sabía que la practicista estaba orando por mí con mucho amor, y sabía que todo estaba bien, a pesar de las falsas apariencias. Al salir del aeropuerto, me sorprendió gratamente ver a mi hija y a mi yerno, esperándonos para llevarnos de vuelta a casa. Di gracias a Dios en mi corazón.
En casa, me comuniqué con la practicista directamente, y nos pusimos de acuerdo en que durante nuestra conversación, no hablaríamos de mi condición física, sino que reconoceríamos juntos la armonía que Dios me había dado y estaba siempre presente. Mantuvimos firmemente en el pensamiento este pasaje de Ciencia y Salud: “Las relaciones de Dios y el hombre, el Principio divino y la idea, son indestructibles en la Ciencia; y la Ciencia no conoce ninguna interrupción de la armonía ni retorno a ella...” (pág. 470-471). Realmente sentí cuán profundas eran estas verdades espirituales, y en especial el hecho de que la armonía nunca me había dejado.
Pasé una buena noche, y a la mañana siguiente comencé a comer un poco. Me comuniqué con la practicista varias veces, y en pocos días, estaba completamente sano. Nunca volví a sufrir de esta condición. Como está escrito en Ciencia y Salud, “La Verdad es siempre vencedora” (pág. 380).
La amabilidad, la paciencia y el amor expresados por la practicista, fortalecieron mi convicción de que Dios está siempre presente, y que el desaliento no forma parte ni de Su reino, ni de mi identidad.
Abel Robert, Veigné