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La importancia, el valor y el poder de cada individuo

Del número de junio de 2015 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana

Publicado originalmente en el Christian Science Journal de Enero de 2015.


Hace un par de años, una mujer le envió un correo electrónico a un practicista de la Ciencia Cristiana comentándole que había regresado a su casa después de estar unos días afuera, y encontró que su querido periquito de alguna forma se había quebrado una pata. Ella lo había llevado al veterinario, quien le dijo que no era posible poner la patita en su lugar.

Un día después, cuando conversaban por teléfono, el practicista se enteró de que la mujer tenía varios periquitos, así como varias cotorras, e incluso había adoptado una guacamaya. Era obvio que estas queridas aves eran parte importante en la vida de esta señora. Mientras hablaban por teléfono, el practicista le preguntó el nombre del periquito, pero ella le dijo que con excepción de la guacamaya que había adoptado (cuyo nombre se lo había dado la familia anterior), ninguno de sus pájaros tenía nombre.

Por supuesto, un nombre no es de por sí la identidad de alguien. Sin embargo, uno podría pensar que representa la importancia y el valor de la individualidad tan particular que el Amor divino ha otorgado a cada una de sus preciosas y profundamente amadas ideas. El practicista le leyó a la mujer esta declaración de Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras por Mary Baker Eddy: “El Espíritu da nombre a todo y lo bendice. Sin naturalezas particularmente definidas, los objetos y sujetos serían oscuros, y la creación estaría llena de vástagos sin nombre, vagando desviados de la Mente progenitora, forasteros en un desierto enmarañado” (pág. 507).

En este caso, se puso al descubierto un error que esta mujer había tenido en el pensamiento respecto al significado y al valor de la individualidad. De hecho, después explicó que ella había creído que un individuo no parecía ser importante sino incluso desechable, especialmente si se tiene en cuenta la vastedad del infinito.

La señora fue muy humilde, de inmediato comprendió el error que había cometido, y pasó el día estudiando y reflexionando acerca de la individualidad espiritual, o sea, la manifestación individualizada de Dios, el Espíritu, por siempre inseparable de “la Mente materna”. Al término de ese día, en respuesta a su nueva comprensión de la importancia y preciosidad de cada idea individual, les había dado nombre a todas sus aves, incluso a Pearl, el periquito blanco por el cual había pedido ayuda.

Al día siguiente, la patita de Pearl estaba intacta, y al tercer día podía usarla con total libertad. Pero la bendición más grande de esta experiencia fue el cambio total que se produjo en la comprensión que esta mujer tenía acerca de la individualidad.

Siento que la Sra. Eddy explica la metafísica pura que constituye el fundamento de la importancia, el valor y el poder de cada individuo, cuando escribe: “¿No es acaso el hombre metafísica y matemáticamente uno, una unidad, y, por lo tanto, un número entero, gobernado y protegido por su Principio divino, Dios? Simplemente tienes que mantener una percepción positiva y científica de la unidad con tu fuente divina, y demostrar esto a diario. Entonces hallarás que uno es un factor tan importante como billones en ser y hacer lo que es correcto, demostrando de este modo el Principio deífico. Una gota de rocío refleja el sol. Cada uno de los pequeños del Cristo refleja al infinito Uno, y por lo tanto, es verdadera la declaración del visionario de que ‘uno del lado de Dios es mayoría’ ” (Pulpit and Press, p. 4).

Es obvio, que nada excede la importancia, el valor y el poder de cada uno.

Somos extraordinariamente individuales. Cada una de las incontables ideas que moran dentro de la Mente infinita, como Dios Mismo, no se puede duplicar.

La Biblia celebra este punto de comienzo a fin. El Salmista escribe acerca de Dios: “Él cuenta el número de las estrellas; a todas ellas llama por sus nombres” (Salmos 147:4). El tercer capítulo del libro de Nehemías está dedicado por completo a identificar por nombre a los individuos específicos que trabajaban en la reconstrucción del muro de Jerusalén en distintas capacidades. Y nuestro querido Maestro, Cristo Jesús, enseñó el divino reconocimiento y preservación de hasta los más pequeños seres individuales y objetos de la creación cuando declaró: “¿No se venden cinco pajarillos por dos cuartos? Con todo, ni uno de ellos está olvidado delante de Dios. Pues aun los cabellos de vuestra cabeza están todos contados” (Lucas 12:6, 7).

Es interesante notar que antes del extenso reconocimiento bíblico de la importancia y el valor de un solo individuo, no hay evidencia histórica de que la humanidad haya tenido sentido alguno de esta verdad sagrada. ¿Qué habrá causado que la consciencia humana se haya dado cuenta de ello?

En Los dones de los judíos, libro que invita a la reflexión, Thomas Cahill explica que cuando el patriarca Abraham salió de su “tierra” y de la “casa de su padre” (véase Génesis 12:1), obedeciendo el mandato de Dios, se estaba apartando de una cultura sumaria de adoradores de ídolos, una cultura que, como otras civilizaciones de la antigüedad, a través de interminables generaciones, solo conocían una repetición de lo que había ocurrido antes; una sociedad genérica y estática que no tenía concepto alguno del movimiento de avanzada o de la progresión, y ninguna percepción del valor, propósito o destino del individuo. El hecho de que Abraham con toda confianza se haya abierto paso por esta homogeneidad y seguido adelante en una misión individual, sin saber siquiera a dónde iba, fue, de acuerdo con Cahill, históricamente única en toda la historia de la humanidad hasta ese momento (véase págs. 3, 5, 19, 63, 94).

No resplandecemos a través de nuestra propia iluminación fosforescente. Resplandecemos porque la gloria de Dios nos ilumina a cada uno de nosotros, como el sol ilumina la luna, y como el mismo sol iluminaría incluso un trillón de lunas si se encontraran en nuestros cielos.

Ahora bien, Abraham era monoteísta. Él tenía un solo Dios absoluto que lo incluye todo. Entonces, ¿no habrá sido acaso la revelación de Dios a la humanidad de Su unicidad, o monoteísmo —la verdad de que solo existe un Dios infinito e indivisible con poder supremo, en lugar de la supuesta existencia de muchos dioses finitos, humanistas con poderes divididos— lo que progresivamente hizo que la humanidad tomara consciencia de la importancia, el valor y el poder de cada individuo?

Se puede argumentar que la verdad más fundamental de Dios es Su unicidad. Dios Mismo nos lo dice al dar a la humanidad, como el primero de los Diez Mandamientos, “No tendrás dioses ajenos delante de mí” (Éxodo 20:3).

En Escritos Misceláneos 1883–1896, la Sra. Eddy declara: “Dios es la Mente individual” (pág. 101). Y puesto que la creación espiritual está hecha en la exacta semejanza de esta Mente individual, toda identidad en la creación debe ser, ante todo, individual.

Y nosotros no solo somos individuales, somos extraordinariamente individuales. Cada una de las infinitas ideas que moran dentro de la Mente infinita, como Dios Mismo, no tiene duplicación, o copia. 

Toda la Biblia ilustra claramente la inmensa autoridad y poder de cada individuo. Los hombres y mujeres individuales que viven en obediencia al único y solo Dios, y demuestran la unidad con Dios que dicha obediencia produce, han salvado la vida de multitudes, librado ciudades y naciones, alentado, fortalecido y bendecido a innumerables generaciones más allá de las propias, y cambiado por completo el curso de la historia humana.

Sin embargo, también está bien asentado que aquellos que, mediante su obediencia a Dios, expresaron su individualidad, la cual tiene su origen en Dios y glorifica a Dios, provocaron celos y odio en otros. Esta fue la experiencia del profeta Daniel (véase Daniel 6). Con su pensamiento tan espiritualizado y su obediencia a Dios, Daniel era superior a los sátrapas y gobernadores, “porque había en él un espíritu superior”. Con valentía y abnegación, se negó a reprimir ese espíritu excelente, aunque el hecho de que fuera tan especial hizo que sus enemigos conspiraran para destruirlo. Resueltamente, Daniel rehusó apartarse de su derecho divino de tener comunión diaria con el único Dios. Con valor, se negó a apaciguar a la mente mortal cediendo al pecado de la idolatría siquiera por unos meros 30 días, aunque eso lo hubiera salvado del foso de los leones.

La liberación de Daniel ciertamente probó que “uno solo del lado de Dios es mayoría”, y que preservar “un sentido positivo y científico de la unidad con [nuestra] fuente divina” (Pulpit and Press, p. 4), desenvuelve el poder que nos defiende y salva del mal. También prueba que el odio, los celos y el despotismo no son ningún poder, por lo que no hay que temerlos ni servirlos.

Fue Jesús el inmaculado quien reveló por completo la inquebrantable unidad del hombre con su fuente divina, el Amor infinito, una unidad que se puede probar que es tan inquebrantable en la tierra como en el cielo, una unidad que le permitió individualizar el poder divino. Y él nos dio enseñanzas que, a medida que las obedecemos, nos permiten hacer lo mismo mediante la demostración de nuestra propia identidad espiritual, por ser hijos e hijas de Dios.

Jesús fue el ejemplo supremo del hecho de que “uno solo del lado de Dios”, comprendido espiritualmente, “es mayoría”. El enemigo más poderoso del mal es la unidad que el hombre individual tiene con Dios. Es debido precisamente a esto, que la mente carnal —la cual es “enemistad contra Dios” (Romanos 8:7)— con malicia y astutamente, trata de extinguir de la consciencia humana el conocimiento de que individualmente tenemos la importancia, el valor y el poder para hacer el bien, y hace que la gente crea que individualmente no tienen importancia, valor ni poder alguno.

¿Cómo hace esto?

Fabrica los argumentos más sutiles para hacernos creer que está mal desarrollar y expresar nuestra individualidad. Por ejemplo, argumenta 1) que la unidad, igualdad, inclusión y paz que existe entre los hombres, se alcanzan mejor al suprimir la diversidad, la unicidad y las cualidades tan especiales que tenemos; es decir, ¡al ocultar nuestra luz debajo de un cajón y “ser como los demás”!, de manera que los otros no se sientan “excluidos”; y 2) que es falta de humildad —que es orgullo y egotismo— lo que motiva a la gente a desear que sus talentos y logros sean honestamente reconocidos.

El primer argumento esencialmente sugiere que homogeneizar a la humanidad producirá unidad, igualdad y paz. Sin embargo, la unidad y la verdadera hermandad entre individuos y naciones, solo se logra en la medida en que la humanidad crezca en su comprensión de que hay una sola Mente, un Padre-Madre de todos, y ponga en práctica esta comprensión. Tenemos que ir por debajo de la superficie de la disensión y confrontar la verdadera causa que la produce, es decir, la creencia en más de una mente, creencia que es exactamente igual que el antiguo pecado de la idolatría. Asumir el desafío de renunciar a la mente carnal con su obstinación, auto-justificación y egoísmo, es lo que nos capacita para estar unidos con la Mente única.

Promover la igualdad y la unidad mediante la homogeneidad es oponerse a la realidad primordial de la existencia espiritual, es decir, la Mente individual y su manifestación individual única. Tenemos que estar muy alertas para no dar nuestro consentimiento a las sugestiones que, en apariencia, parecen buenas —que parecen bondadosas, amorosas, que parecen mostrar verdadero interés y ser inclusivas— pero que en realidad son superficiales, incorrectas desde el punto de vista metafísico, meramente humanísticas, y el opuesto mismo del Cristo sanador, la Verdad. Las mismas satisfacen, en cambio, el objetivo de la mente carnal de aniquilar a su destructor, la unión del individuo con el Amor, y de esa forma retardar tanto la aniquilación del error, como el progreso de la idea espiritual.

Irónicamente, ocuparse en suprimir la calidad tan especial que tiene el individuo para lograr unidad, invertiría el constante desarrollo que la humanidad ha experimentado en los miles de años desde que Abraham inició aquella travesía tan única para apartarse de la estancada cultura de los sumerios. El intento de ahogar o destruir la expresión individual y, de esa forma, invertir la travesía de la humanidad para salir de la ilusión por siempre estática de la mente en la materia, es magnetismo animal.

En su artículo “Caminos que son vanos”, la Sra. Eddy explica, hablando acerca del efecto del magnetismo animal, o hipnotismo: “Las víctimas pierden su individualidad, y se prestan como instrumentos voluntarios para llevar a cabo los designios de sus peores enemigos, aun aquellos que los inducirían a su autodestrucción” (La Primera Iglesia de Cristo, Científico, y Miscelánea, pág. 211).

Si nosotros, mediante una falta de comprensión y vigilancia espirituales, permitimos que se nos robe por alguna razón nuestra individualidad, nos volvemos susceptibles a la influencia personal, la manipulación y el despotismo. Como resultado, estos, a su vez, producen una creciente inhabilidad para escuchar a Dios, disminuyen la inspiración, erosionan nuestra habilidad para pensar por nosotros mismos, y aumentan nuestra disposición de permitir que otros piensen por nosotros.

El magnetismo animal, en su esfuerzo por destruir la autoridad y el poder del individuo, trataría de persuadir a la consciencia humana para que acepte el opuesto exacto de la verdad de este poder. Con absoluta ironía, trataría de convencernos de que un individuo tiene inmenso poder para hacer el mal, a la vez que argumentaría que un solo individuo tiene poco poder para hacer el bien. El magnetismo animal argumenta por medio del desaliento, sugiriendo que la oración de un solo individuo respecto al gobierno, la iglesia, la economía, el clima, la tiranía y el terrorismo mundial, el abuso de mujeres, el maltrato de animales —en todos sus aspectos, grandes y chicos— tienen poco o ningún efecto. O incluso que algunos pueden estar eficazmente en comunión con Dios, mientras que a otros se les requiere conocer a Dios a través de intermediarios.

Pero no existen los intermediarios. Nada se interpone entre el Alma y su expresión individual. Nada se interpone entre el Amor y su objeto bien amado. Y esta unidad sagrada está por siempre sostenida por el Espíritu Santo, la ley de relaciones del Amor, nuestro verdadero enlace con nuestro Hacedor.

Entonces, ¿qué podemos decir del argumento de que es falta de humildad lo que motiva a la gente a desear un honesto reconocimiento de sus logros?

La verdad acerca de la humildad está declarada con brillante simplicidad en la declaración científica de Jesús: “No puedo yo hacer nada por mí mismo” (Juan 5:30). Esta declaración de la coexistencia de Dios y el hombre —en la cual el hombre nada puede hacer mediante alguna capacidad personal, sino que puede hacer todas las cosas porque es la expresión del único Ego— silencia para siempre la mentira de que la humildad exige la supresión de la individualidad. La humildad demanda únicamente la supresión y la destrucción de un concepto erróneo, un concepto del ser como personal, que se origina y funciona en la materia.

Puesto que el Principio y su idea es uno, no dos, es la gloria de Dios la que se ve a través de Su hermoso reflejo, el hombre. Esto es muy evidente en otro dicho de nuestro Maestro: “Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mateo 5:16).

Isaías declara: “Levántate, resplandece; porque ha venido tu luz, y la gloria del Señor ha nacido sobre ti” (véase Isaías 60:1). No resplandecemos a través de nuestra propia iluminación fosforescente. Resplandecemos porque la gloria de Dios nos ilumina a cada uno de nosotros, como el sol ilumina la luna, y como el mismo sol iluminaría incluso un trillón de lunas si se encontraran en nuestros cielos.

La creencia de que la humildad requiere la supresión de nuestra luz es un error que no solo priva al mundo de la profundidad e inspiradora belleza de la expresión individual, sino también de las originales soluciones a los mismos problemas tan demandantes del mundo. El resultado de ceder a este error sería mediocridad en todo ámbito de empeño, y una enorme pérdida de iniciativa y respeto propios. No somos igualmente mediocres por ser el linaje del Amor. Somos igualmente excepcionales, porque reflejamos, cada uno, la gloria divina de una forma única.

No obstante, huelga decir que este hecho celestial de la igualdad y brillantez que Dios nos ha otorgado, no es patente para los sentidos materiales y debe demostrarse en la práctica, debe resolverse individualmente, en nuestra experiencia humana. Y cada uno de nosotros tiene la oportunidad y el derecho divino de tomar la cruz, liberarnos de la ilusión de la personalidad material, y emerger de sus tinieblas, mediocridad y estancamiento, hacia la luz de nuestra individualidad y destino espirituales. Con paciencia, persistencia y vigilancia, necesitamos mantener la consciente apreciación de nuestra unidad con Dios. Mediante la espiritualización del pensamiento, y la práctica diaria del amor que esta espiritualización nos revela, nuestra individualidad espiritual única como el reflejo del “Uno infinito”, se vuelve cada vez más evidente.

Me parece a mí que el desafío inherente a este compromiso, y la gloriosa promesa que encierra, están presentadas en estas palabras de la Sra. Eddy: “Vivir de tal manera que la consciencia humana se mantenga en constante relación con lo divino, lo espiritual y lo eterno, es individualizar el poder infinito; y esto es la Ciencia Cristiana” (Miscelánea, pág. 160).

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