El hecho de que tantas personas estén perdiendo la esperanza respecto a lo que la vida, según ellas, tiene para ofrecer, y opten por quitarse la vida o recibir ayuda médica para terminar con ella, muestra un error fundamental, con frecuencia trágico, respecto a la percepción que tiene la humanidad de qué es la vida.
Si la vida verdaderamente comenzó con una gigantesca explosión, quiere decir que la vida —por más complejo que haya sido su desarrollo desde entonces— es esencialmente un accidente con poco o ningún propósito. Entonces, ¿cómo podría ser la fuente de la verdadera felicidad o salud? O si la vida, como sea que uno crea que empezó, depende de la materia, y está sujeta a la tiranía de la enfermedad, el pesar y la privación, esto también nos lleva a cuestionarnos qué tiene la vida para ofrecer y cuál es el significado de vivir.
Pero, la pregunta es: ¿Tenemos vida debido a un accidente de la evolución, o tenemos vida debido a nuestra eterna relación con Dios?
Cristo Jesús nos dio esta promesa llena de esperanza: “He venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Juan 10:10). El Mesías, el Salvador, vino gracias al gran amor de Dios por la humanidad. Él no vino para imponernos un sufrimiento irremediable, sino para liberarnos del sufrimiento y de sus causas. Como explica la Ciencia Cristiana, Jesús vino para mostrarnos la realidad gozosa y armoniosa de la vida en Dios, una vida que no es meramente una esperanza para el más allá, sino una realidad presente que puede ser comprendida, probada y vivida cada vez más.
Dios, nuestro amado Padre-Madre, es la Vida misma: Vida que es Espíritu en vez de materia; Vida que es Amor en vez de malicia, odio y dolor; Vida que se expresa en la libertad del Alma, no en la esclavitud de los sentidos físicos. Por ser el reflejo de Dios, cada uno de nosotros refleja la libertad, alegría y perpetuo éxito de la Vida. Ningún bien que nuestro Padre-Madre tiene para nosotros se nos puede negar, porque somos uno con Dios, quien es el bien infinito.
Cada uno de nosotros puede descubrir su verdadera vida en Dios, la cual está aquí incluso ahora y constituye nuestro verdadero ser. Este descubrimiento, sin embargo, requiere que nos apartemos de las corrientes de pensamiento que materializarían nuestra percepción de la vida, volverían nuestro enfoque cada vez más hacia nosotros mismos, y nos harían creer que podemos huir de nuestros problemas al escapar de algún modo de la existencia misma. Quitarnos la vida no resuelve nada. Simplemente hace que nos hundamos más profundamente en el error, la percepción infeliz de la vida, como si estuviera totalmente envuelta en la materia, la historia material, la personalidad y las circunstancias.
No obstante, aun en lo profundo de esta errada percepción de la vida, con toda su evidencia externa que parece confirmarla, esta experiencia sigue siendo simplemente una percepción falsa que se objetiva como si fuera nuestra propia experiencia. No es la realidad, así como una pesadilla cuando dormimos no es la realidad. Lo cierto es que no hemos dejado atrás el cuidado del Amor divino. No nos hemos apartado más allá de la habilidad del Amor para conocernos, llegar a nosotros y ayudarnos, porque el Amor es infinito, nos abraza a todos y responde a todas nuestras necesidades eternamente.
La solución a nuestros problemas se encuentra en despertar espiritualmente a nuestra vida en Cristo. San Pablo dijo: “Lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20). Aquí y ahora, aun cuando parecemos estar “en la carne”, todos tenemos la promesa de descubrir que nuestra verdadera vida no es carnal, sino la manifestación misma de la única Vida, Dios, quien es Espíritu. Y tenemos la habilidad de vivir esta vida poniendo en práctica nuestra fe en el Hijo de Dios, la verdadera idea de la Vida que Jesús representaba.
Nuestra verdadera vida es expresar generosidad, porque nuestra Vida es el Amor divino. Nuestra verdadera vida es vivir la pureza, porque nuestra Vida es el Alma. Tanto la generosidad como la pureza brindan su propia alegría innata, porque emanan de Dios. La salud también emana de Dios. De manera que nuestra verdadera vida es armoniosa, fuerte, sana, porque nuestra Vida es el Espíritu.
Igualmente maravilloso es el hecho de que nuestra verdadera vida es el desenvolvimiento perpetuo del bien y de toda actividad que tiene un propósito, en la cual estamos por siempre acompañados por el Amor divino y por las innumerables manifestaciones del Amor, las cuales tienen su evidencia humana.
La Descubridora y Fundadora de la Ciencia Cristiana, Mary Baker Eddy, escribe: “La dulce y sagrada sensación de unidad permanente del hombre con su Hacedor puede iluminar nuestro ser actual con una presencia y un poder continuos del bien, abriendo de par en par la puerta que conduce de la muerte a la Vida; y cuando esta Vida aparezca ‘seremos semejantes a Él’ e iremos al Padre, no por medio de la muerte, sino por medio de la Vida; no por medio del error, sino por medio de la Verdad” (La unidad del bien, pág. 41).
Realmente podemos tener fe en la Vida, porque nuestra Vida es Dios, quien es solo el bien, y no incluye mal o pesar alguno. Las corrientes de la desesperación se disipan a medida que, mediante la oración desinteresada, nos volvemos receptivos a las corrientes celestiales del Cristo y el Espíritu Santo, la actividad de la Verdad y la Ciencia divina de nuestro ser, que trabaja en nosotros para transformarnos.
Mediante la oración que trata de percibir la verdad de nuestro ser, podemos tener más fe en la habilidad del Espíritu para mantener nuestra armonía. Podemos tener más fe en el propósito de nuestra vida, que es expresar a Dios. Y podemos vivir realmente esta vida divinamente sostenida, la cual incluye el amor hacia los demás, la alegría de ser útiles y la libertad de la salud.
Ningún propósito o estado de existencia inferior podría ser nuestro porque somos el hijo amado de nuestro querido Padre-Madre.
David C. Kennedy