Cuando tenía 17 años, comencé a sentirme sola, decepcionada y abandonada por todos. Pensaba que mi felicidad dependía de otras personas, del amor que ellas me pudieran dar, amor condicionado a que fuera tan perfecto, que yo no me sintiera decepcionada. Esto hizo que tratara de llenar ese vacío mediante mi profesión de cantante.
Más adelante, me casé y cuando pensaba en la posibilidad de tener hijos me atacaba un temor muy grande. Me parecía que no sería feliz, y que más que una alegría sería una carga de mucha responsabilidad, y me quitaría la libertad para cumplir con mis deseos personales y profesionales.
Después de conocer la Ciencia Cristiana, comencé a tener una percepción diferente de la vida, de los demás, y empecé a ver que Dios está muy cercano, que está siempre presente, que es amoroso, perfecto; aprendí que era mi verdadero Padre-Madre, la fuente de mi felicidad y la de todos. Entonces las cosas fueron tomando un curso mejor en mi vida.
Yo deseaba que esa apreciación equivocada sobre la maternidad cambiara. Mediante la oración comprendí que ser madre era reflejar cada vez más el mismo amor que Dios sentía por nosotros, Sus hijos, y que yo debía acallar mi ego para poder comprender que reflejo esta expresión de Dios naturalmente.
En Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras por Mary Baker Eddy, leí lo siguiente: “El Amor, el Principio divino, es el Padre y la Madre del universo, incluyendo el hombre” (pág. 256). De modo que decidí no forzar nada y que el Amor divino manifestaría todo el bien para mí cuando fuera correcto. Confiaba en que tendría hijos cuando estuviera lista para ser una madre amorosa y ya no tuviera temor.
Un día, me sentí motivada a releer los Evangelios y esto me llenó de inspiración. Sobre todo admiré la humildad y confianza en Dios que demostró María al aceptar el mensaje del ángel de que ella sería la madre del Salvador (véase Lucas 1:26-38). Dios le dio el valor para enfrentar grandes desafíos, tales como confiar en que José, su prometido, entendería que ella era totalmente inocente al concebir sin intervención de varón; o tener que dar a luz en aquel lugar insólito, sin la asistencia de una partera u otra ayuda (véase Lucas 2:7); y más tarde tener que ir con José y Jesús a Egipto para salvar la vida de su hijo (véase Mateo 2:13, 14). Comprendí que si Dios estuvo guiándolos y acompañándolos cuando enfrentaron esos desafíos, Él también estaría conmigo, y no me sentiría sola enfrentando una responsabilidad demasiado grande para mí. Esta historia me hizo crecer espiritualmente, y me di cuenta de que Dios estaba cumpliendo Su propósito en mí.
Con el tiempo, cuando descubrí que estaba embarazada, sentí un gozo especial y me recosté confiada en los brazos del Amor divino.
Durante el embarazo, aprendí a confiar totalmente en Dios, y continué trabajando y gozando de perfecta salud, a pesar de que acudir a mi trabajo me tomaba de cinco a seis horas diarias de viaje en autobús.
Cuando llegó el momento del parto, me dirigí al hospital, y al llegar a la sala de pre-parto comencé a orar y pude eliminar todo el temor y entregarme con confianza al absoluto cuidado de Dios. Los médicos determinaron que era necesario realizar una cesárea. Yo continué tranquila sabiendo que nada podía afectar nuestro verdadero ser espiritual, porque tanto el bebé como yo morábamos seguros en la Mente divina, no bajo condiciones materiales que nos pudieran afectar. El nacimiento se produjo sin problemas y pronto pude tener al bebé en mis brazos.
Ser madre es reflejar cada vez más el mismo amor que Dios siente por nosotros, Sus hijos.
Cuando el niño tenía nueve meses pude probar de nuevo el poder de la oración en la Ciencia Cristiana. Enfermé de gripe, y el niño también comenzó a padecerla. Mi familia me exigía que lo llevara al médico y los complací para calmar su temor. La doctora le prescribió antibióticos como medida preventiva, pero nunca se los administré al niño. Yo sabía que esa no era la forma de resolver la situación. Comencé a leer pasajes de Ciencia y Salud, pero no me sentía imbuida en la lectura como otras veces, y no lograba tener la certeza que acostumbraba tener. Entonces adquirí más literatura de la Ciencia Cristiana, entre otras cosas, Heraldos, pues me entusiasmaba mucho poder conocer distintas experiencias y ver cómo otras personas se habían apoyado en esta Ciencia para solucionar una variedad de problemas.
Al pasar tiempo leyendo estos libros y revistas sobre la Ciencia Cristiana, y orar con las ideas que contienen, los síntomas que me incomodaban desde hacía varios días comenzaron a disminuir notablemente; además de empezar a recuperar la certeza absoluta que me faltaba.
En esos días, mi hijo se cayó de la cuna, pero no le pasó nada. Así que con absoluta tranquilidad, sentí que mi oración había servido también para brindar esa protección divina e infalible al niño. Agradecida a Dios continué orando.
No obstante, las pruebas parecían no acabar. En un momento dado el niño perdió el apetito. Al principio me desesperé, pero oré y tuve la confianza de que mi hijo no podía ser privado por ninguna razón del nutrimento que era correcto para él. A la hora volví a ofrecerle alimento y su apetito se había restablecido. Los síntomas de gripe también desaparecieron por completo.
Mary Baker Eddy escribe: “El afecto de una madre no se puede desligar de su hijo, porque el amor de madre incluye la pureza y la constancia, ambas inmortales. Por lo tanto, el afecto materno perdura bajo cualquier dificultad” (Ciencia y Salud, pág. 60). Mi idea acerca de la maternidad ha cambiado por completo. Hoy me regocijo al ver cuánto ha cambiado mi forma de ser. Soy mucho más paciente, compasiva y generosa. Tengo dos hijos que son el regalo más hermoso que he recibido en mi vida. Siento que no puede existir un afecto humano más grande que el amor que se siente por los hijos.
La maternidad me ha hecho crecer como persona; me siento más completa, llena de satisfacción, capaz. He dejado de vivir egoístamente para mí misma, y mis hijos se han transformado en el centro de mi vida, y la enriquecen. La maternidad te hace resplandecer mediante cualidades espirituales nunca antes experimentadas, así como expresar amor desinteresado al dar bienestar a otros. Es maravilloso ver en nuestros hijos el amor tan puro, inocente y verdadero que ellos sienten por nosotros, pues, llegamos a conocer un poco más a Dios, el Amor divino, a través de la bondad y la alegría que vemos en ellos.
He aprendido a amar a los niños desde lo más profundo de mi corazón, como los representantes de la Vida, la Verdad y el Amor que realmente son (véase Ciencia y Salud, pág. 582). Conocer a mis hijos de esta forma, me ayuda a conocer a Dios y Su amor, y a poder exclamar: “¡Cuán hermoso eres Señor!”
 
    
