Un día, cuando me estaba quedando en una de las grandes ciudades de mi país, tuve una demostración del maravilloso poder de protección que rodea a los hijos de Dios. Ocurrió lo siguiente.
Antes de regresar a Brazzaville, la ciudad capital donde resido, decidí visitar a mi sobrina que vive con su papá, en esta otra ciudad. Cuando llegué a su casa, se abalanzó sobre mí un perro grande, que cuidaba la propiedad, y que alguien había olvidado atar a su cadena de seguridad. Tan pronto mi mano tocó el portón, el perro, furioso, se lanzó hacia mí, con su boca abierta, listo para atacar. Yo estaba aterrada, pero todo ocurrió tan rápidamente que solo tuve tiempo de decir: “¡Dios mío, esto no es verdad!” Esta oración negando el peligro aparentemente inminente, detuvo el movimiento del perro, cuando él ya tenía sus patas en mis hombros y su hocico justo frente a mi cara. Entonces, sus patas bajaron al suelo, tocándome muy levemente. Actuó como si me reconociera, aunque yo nunca antes lo había visto.
Estuvimos frente a frente por un momento, hasta que una joven que estaba atrás de la casa vino y lo llevó a donde generalmente lo tienen atado. Luego ella me permitió entrar en la casa para que esperara a mi sobrina y a su padre.
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