¿Cuál es la naturaleza de nuestro verdadero ser espiritual, la que está siempre a nuestro alcance para discernir y demostrar?
Siempre que me detengo a pensar en esto, en lo que realmente somos, no puedo menos que maravillarme. (¡Y esta no es una forma nueva de pensar para mí!) Mi asombro debe ser similar a la admiración y extraordinario sentir del Salmista cuando hizo esa misma pregunta básica y recibió su respuesta:
“¡Oh Jehová, Se-ñor nuestro, cuán glorioso es tu nombre en toda la tierra! Has puesto tu gloria sobre los cielos;... Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que tú formaste, digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites? Le has hecho poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra. Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies” (Salmos 8:1, 3–6).
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