Recientemente, una amiga me contó que había comenzado a ofrecerse a orar por las personas de su comunidad cuando mencionaban que tenían algún problema. Podía ser cualquier cosa: un problema de espalda, cuestiones de viaje, lo que fuera. Para ella, esta no era una respuesta sin sentido a cada paso, sino que era el acto de escuchar activamente y estar dispuesta a seguir la dirección de Dios. Pasaba sus días anhelando conocer mejor a Dios, hacer Su voluntad y abandonar cualquier punto de vista que no estuviera completamente arraigado en Dios. A veces sentía que tenía más éxito en esto que en otras ocasiones. Y, al igual que para todos nosotros, cuanto más conmovida y animada se sentía por lo que obtenía de la bondad de Dios cada día, más tenía para compartir con la gente.
Fue a partir de esta base —no de la base de que ella sentía que sabía todo acerca de la curación en la Ciencia Cristiana, o que había resuelto todos sus propios problemas— que se ofreció a orar por el sastre que se quejó de una dolencia mientras le hacía el dobladillo del vestido, y por otros padres en el entrenamiento de fútbol que expresaron sus problemas mientras pasaban el rato al costado de la cancha.
Una vez, después de que ella se ofreciera a orar por uno de los padres, otro que la escuchó se acercó y dijo: “Deberías aceptar su oferta. ¡Sabe orar!”. La mujer no recordaba haberse ofrecido a orar con la persona que hizo el comentario. Pero, al parecer, se había corrido la voz.
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