El verano pasado, me desperté una mañana con apremiantes síntomas de enfermedad. Un día antes, un miembro de la familia que había visitado recientemente mi casa durante una semana anunció que había dado positivo en la prueba de Covid-19. En ese momento, todos en mi casa estaban lidiando con la enfermedad, al igual que un miembro de la familia que vive en otra parte de nuestra ciudad.
Permanecí en la cama, pero pude y quise orar, y recurrí a la Ciencia divina, el agente sanador que había conocido toda mi vida y a través del cual sabía que Dios, la fuente de todo, era completamente bueno. Recuerdo que me sentí muy distante de Dios mientras oraba esa mañana. Pero, por haber tenido muchas curaciones como estudiante de la Ciencia Cristiana durante toda mi vida, estaba segura de que Él es el único poder y presencia reales, y que la niebla de la enfermedad debe disiparse cuando ya no se acepta como una realidad.
También sabía que Dios es Espíritu, la única sustancia, y que mi verdadero cuerpo no es material sino espiritual y refleja la sustancia del Espíritu, su integridad y perfección; por lo tanto, no puede estar enfermo. Esta convicción se basaba en la declaración de la Biblia: “Un cuerpo, y un Espíritu” (Efesios 4:4). En los últimos años, este versículo ha sido un trampolín para mi crecimiento espiritual, permitiéndome reconocer más claramente que mi verdadera identidad es espiritual y jamás existió en la materia, porque ningún elemento material existe en el reino de los cielos, donde “vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos 17:28, LBLA).
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