En 2008, mi esposa y yo viajamos desde Argentina a Brasil para disfrutar de unas vacaciones muy esperadas. Al amanecer, unos kilómetros antes de llegar a la frontera, comencé a indisponerme, a sentir una presión en el pecho y una angustia y congoja. Afirmé mentalmente que Dios me había creado y que, por lo tanto, solo podía ser feliz y estar sano.
Le pedí a mi esposa que manejara mientras yo escuchaba un CD que incluía diferentes programas de radio de El Heraldo de la Ciencia Cristiana. Un programa hablaba de la gratitud, y los invitados comentaron que la gratitud es el reconocimiento del bien infinito siempre presente, y que este bien es abundante, ya que Dios mismo es omnipresente y nos acompaña siempre.
Esto me ayudó a entender que no tenía ningún motivo para sentirme mal o ansioso, ni siquiera durante estas vacaciones que mi esposa y yo habíamos estado esperando durante tanto tiempo. Seguí orando y pensando en el bien infinito que llena todo el espacio, y confié en que podía experimentar la bondad de Dios en cada momento de nuestro viaje.
Entonces se me ocurrió la idea de empezar a agradecer por todo, desde las cosas más pequeñas hasta las más grandes de mi vida; por todo lo que Dios me había dado y seguía dando. En ese momento, comencé a estar agradecido por el viaje, mi familia, mi trabajo, mi iglesia y, especialmente, por haber aprendido sobre la Ciencia Cristiana. Reconocí que Dios es el único creador, el origen y la fuente de todo lo que realmente existe, y que cada uno de nosotros es Su expresión perfecta.
En ese instante me vino al pensamiento una preocupación por mi trabajo. En ese momento yo me desempeñaba como profesor de Educación Física en una escuela grande en Rosario, Argentina, y me había quedado sin un lugar donde dar mis clases. Pensé que tendría que empezar a trabajar el próximo año sin tener un espacio a donde ir con los niños a practicar los diferentes deportes y actividades. Esa parecía ser la causa de mi angustia.
Ya me estaba preocupando inútilmente por algo que todavía no había pasado, en lugar de confiar en que Dios ya lo tenía resuelto. Continué orando, afirmando que Él ya había preparado el camino para mí y para los estudiantes. Sabía que si Dios me había dado la oportunidad de trabajar en esta escuela, todo estaría en su lugar para el beneficio de los niños. Orar de esta manera me hizo sentir mejor.
A los 15 o 20 minutos de empezar a orar, me di cuenta de que el malestar y la angustia habían desaparecido, y seguimos el viaje con total armonía, siempre confiando en Dios. A través de mi estudio de la Ciencia Cristiana he aprendido que Dios está a cargo, no nosotros. Lo seguimos y Él nos guía con Sus ideas. Confiamos en Él y Él nos muestra el camino.
Cuando regresé del viaje, comencé a buscar un lugar para dar mis clases, y unas dos semanas antes de que comenzaran, con la guía de Dios, encontré cuatro posibilidades diferentes. Sentí que Dios me dirigía mientras oraba por el lugar correcto para los niños y su proceso de aprendizaje. Tres espacios resultaron muy útiles no solo para mí, sino también para mis compañeros de educación física. Estuvimos allí unos nueve años, trabajando y disfrutando de esos lugares cercanos a la escuela, y con un muy buen beneficio para la calidad educativa de la escuela en general.
Tanto la curación del malestar como el desenvolvimiento de los lugares para impartir las clases fueron experiencias maravillosas. Estoy infinitamente agradecido a Dios.
