Una mañana, comencé a leer la Lección Bíblica semanal que se encuentra en el Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana, que incluía la parábola de Jesús sobre el hijo pródigo (véase Lucas 15:11-24, KJV). Al principio, pensé en pasar por alto esa parte, puesto que ya conocía muy bien la historia. Entonces me vino un segundo pensamiento: No, léelo, pero busca una nueva inspiración.
Así que comencé a leer, y pronto me llamó la atención esto: que el joven “se fue lejos”. Esto llega en el punto de la historia en el que toma su herencia y deja a su padre y su hogar por lo que aparentemente cree que será una vida mejor.
Un viaje generalmente comienza desde el hogar, el cual, escribe Mary Baker Eddy, “es el lugar más querido en la tierra y debiera ser el centro, mas no el límite, de los afectos” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 58). Así que emprender un viaje no es necesariamente malo, especialmente cuando podemos aprender de él. Y cuando termina, podemos regresar a casa, donde gran parte de lo que amamos y necesitamos está allí esperándonos.
Esta fue la conclusión a la que finalmente llegó el hijo pródigo; después de haber gastado todo lo que tenía “viviendo perdidamente”. Fue en el momento más bajo de su vida cuando se dio cuenta de que todas sus necesidades humanas —comida, ropa, refugio y, lo que es más importante, un padre amoroso— estaban en casa. Así que, naturalmente, quiso volver.
¿Fue un error de su parte haber emprendido ese viaje inicial “a una provincia apartada”? Bueno, en este caso, el hijo aprendió una valiosa lección. Por ejemplo, descubrió que vivir “perdidamente” era, en última instancia, insatisfactorio e insostenible. El viaje lo ayudó a darse cuenta de que la felicidad y la satisfacción que pensó que encontraría en un lugar diferente estaban, de hecho, en casa.
Hubo una época, cuando tenía veintitantos años, en la que emprendí un viaje lejos de casa y de mi matrimonio. Fui atraída a buscar algo “mejor”. Pero cuando llegué allí, rápidamente me di cuenta de que había sido engañada. No solo estaba lejos de casa, sino que era infeliz y carecía de lo que realmente quería: amor, seguridad y comodidad.
¿Cómo había llegado a este punto? Durante mi infancia y adolescencia, había amado a Dios y la Ciencia Cristiana. Pero mis pensamientos y acciones en este punto estaban tan alejados de aquellos años anteriores que apenas me reconocía a mí misma. Parecía que no había vuelta atrás, ni regreso a casa. A pesar de eso, sabía que Dios es Amor y que, por lo tanto, Él debía amarme. Solo tenía que recordar las numerosas curaciones que había tenido a través de mi práctica de la Ciencia Cristiana para confirmar esto.
Así que mis oraciones durante este tiempo implicaron muchos momentos de escuchar callada y humildemente. Un día, estaba hojeando el Himnario de la Ciencia Cristiana y me encontré con un himno que comienza de este modo:
Dame, Señor, un sabio corazón,
para que pueda conocerme en Ti,
vencer el mal y toda tentación
y liberarme del pecado así.
(James J. Rome, N.° 69)
En ese momento me volví a Dios con sincero y doloroso arrepentimiento.
Lo que me vino a continuación fue leer el capítulo “El matrimonio” en Ciencia y Salud. Mientras lo hacía, una frase que realmente me llamó la atención fue esta: “Las ráfagas invernales de la tierra puede que desarraiguen las flores del afecto y las dispersen al viento; pero esta ruptura de lazos carnales sirve para unir más estrechamente el pensamiento con Dios, porque el Amor sostiene al corazón que lucha hasta que cesa de suspirar por el mundo y empieza a desplegar sus alas hacia el cielo” (pág. 57).
¡Vaya, vaya! Sentí como si hubiera sido escrito solo para mí. Mi oración en las semanas siguientes no era sobre cómo arreglaría el desastre que parecía haber hecho, sino sobre sentirme más cerca de Dios. Para hacerlo, tuve que acallar los pensamientos de condenación propia, abstenerme de delinear una solución e identificarme, en cambio, constantemente con el hijo inocente y puro de la creación de Dios y confiar en que se me mostraría el camino a seguir.
Para cuando regresé a casa, comprendía mejor no solo mi verdadera identidad como hija de Dios, sino que mi Padre-Madre Dios me amaba infinitamente. No necesitaba ser restaurada a la condición de hija amada, porque Él nunca me había conocido ni visto como otra cosa. Pronto se abrieron las líneas de comunicación entre mi bondadoso esposo y yo. Me sentí agradecida al saber que él también había estado orando con muchas de las mismas ideas que me habían inspirado a mí. Poco después, volvimos a estar juntos.
Al leer la historia del hijo pródigo ahora, unos cuarenta años después, me pregunté cómo se había aplicado esa parábola tan conocida a mi vida desde esa experiencia anterior. Me di cuenta de que todavía ha habido momentos en los que he emprendido viajes mentales difíciles a destinos como “Me duele la espalda”, “Mi cuenta bancaria está baja” o “Estoy aburrida de la vida”. A veces he sido más rápida en regresar a “casa” que otras veces, pero en cada caso me he dado cuenta de que tales pensamientos jamás conducen al reconocimiento o demostración de mi ser espiritual completamente intacto como creación de Dios, el Espíritu.
Y así, con la verdad que continúa amaneciendo en mi consciencia, sé que el hogar está donde está Dios; donde ya tengo todo lo que necesito para disfrutar de una vida saludable y feliz.