En una ocasión, los hijos de Israel tuvieron la urgente necesidad de aprender una lección. Tras la muerte de Josué, se quedaron sin líder, y cayeron en caminos de maldad, encontrándose finalmente fugitivos en la tierra de Madián, escondiéndose en cuevas y cavernas en las montañas por temor a las depredaciones que cometía la gente que los rodeaba. Sufrieron esto durante siete miserables años. Entonces, como ocurre tan a menudo, ante una situación tan abrumadora, ellos “llamaron al Señor”, y Él envió un liberador.
Cuando Gedeón, obedeciendo el mandato divino, dejó el campo de su padre donde desgranaba trigo, para transformarse en líder de los israelitas, se vio enfrentado a una situación muy particular, pues descubrió que los treinta y dos mil infelices y atemorizados fugitivos, excedían de tal manera en número a los madianitas, que en cualquier momento podrían fácilmente hacer valer su libertad, si no fuera por el miedo que tenían. No obstante, aun bajo su nuevo líder, ellos no debían depender de su supremacía numérica para obtener su completa libertad. Los números no tenían inherencia alguna en el balance de Dios; y esa era la lección que ellos tenían que aprender, no fuera que se vanagloriaran en el valor que habían adquirido recientemente después de la aparición de Gedeón, y dijeran: “Mi mano me ha salvado” (Jueces 7:2). Y la forma en que aprendieron esta lección fue realmente muy extraña.
Había llegado la hora decisiva. De un lado de la colina estaban los madianitas, y no muy lejos de ellos, el campo de Israel, “junto a la fuente de Harod” (Jueces 7:1). Pero antes de permitir que comenzara la lucha, se les dijo a los israelitas que estaban atemorizados que se fueran. Fue entonces que “se devolvieron de los del pueblo veintidós mil”. Entonces se les dijo a los diez mil que quedaron que fueran al borde de las aguas y bebieran. Y el Señor “dijo a Gedeón: Cualquiera que lamiere las aguas con su lengua como lame el perro, a aquél pondrás aparte; asimismo a cualquiera que se doblare sobre sus rodillas para beber. Y fue el número de los que lamieron llevando el agua con la mano a su boca, trescientos hombres; y todo el resto del pueblo se dobló sobre sus rodillas para beber las aguas. Entonces el Señor dijo a Gedeón: Con estos trescientos hombres que lamieron el agua os salvaré” (Jueces 7:3-7).
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