El Apóstol Pablo no era un hombre de hacer compromisos. Cuando se trataba del mensaje y las normas de Cristo, no daba marcha atrás. No ajustaba su mensaje para conciliarse con quienes lo escuchaban. Sus fuertes palabras —y sus tiernas palabras también— estaban diseñadas para enmendar a sus oyentes a fin de poner sus vidas en armonía con Cristo.
¡Y no es que Pablo no haya enfrentado pruebas! Estuvo a punto de perder la vida en varias ocasiones, y con frecuencia fue acosado y perseguido por aquellos que no aceptaban, o que incluso odiaban, lo que tenía para decir. Pero su fe y, aún más importante en algunos sentidos, su amor, permanecieron firmes. Es posible que haya sido categórico e intransigente, pero su vida resplandecía e irradiaba amor.
Su mensaje llegó a muchos corazones. Y el poder vivificante de Dios que cambió el curso de la vida de Pablo, cambió también el curso de la vida de ellos. Los gentiles a los que convirtió conocieron una cultura espiritual, ética y moral nueva. Puesto que mucho de esto estaba en desacuerdo con la sociedad que los rodeaba, era natural para ellos reunirse para apoyarse unos a otros, ahondar más profundamente sobre el reino y el propósito del Espíritu, y para celebrar su redención del pecado.
El mundo de hoy es, desde el punto de vista tecnológico, sumamente diferente al de Pablo, no obstante, hay sorprendentes coincidencias en las fuerzas mentales que hacen oscilar ambas sociedades. El paganismo, la superstición, el fundamentalismo y el hedonismo de hoy no son tan diferentes a sus homólogos del primer siglo. Incluso una breve búsqueda en el Internet —nuestro modernísimo medio de comunicación del siglo XXI— revela cuán extendidas están estas creencias y prácticas antiguas. Hoy en día, los cristianos aun necesitan encontrar su camino a través de esos témpanos de hielo que tratarían de hacer zozobrar su fe.
Muchas personas lamentan la evidente declinación moral alrededor del mundo, y el precio que exige en vidas humanas desperdiciadas. Legisladores, trabajadores sociales, educadores, padres, funcionarios religiosos, están buscando activamente respuestas. Algunos plantean esta pregunta: ¿Cuál es la respuesta del cristianismo a la declinación moral? Cuanto más estudiamos la Biblia y los escritos de Mary Baker Eddy, tanto más reconocemos cuán apropiada sería esta respuesta: Lo que necesitamos es un cristianismo claro y preciso.
¿Qué significa esto?
Pablo nos da una clave en su carta a los Filipenses: “Porque para mí el vivir es Cristo…” (1:21). El erudito inglés J. B. Lightfoot interpreta las palabras de Pablo de esta manera: "'Para mí', no importa lo que sea para otros: … ‘la vida es Cristo’. ‘Vivo solo para servirlo, solo para estar en comunión con Él; no tengo concepción de vida aparte de Él’” (St. Paul's Epistle to the Philippians. Peabody, Massachusetts: Hendrickson Publishers, 1987, pág. 92). La pregunta para el cristiano hoy en día, como entonces, es: ¿Puedo sinceramente repetir las palabras de Pablo?
Esta total dedicación al Cristo era notable no solo entre los primeros cristianos, sino también entre los estudiantes de la Sra. Eddy, mientras trabajaban para “restablecer el Cristianismo primitivo y su perdido elemento de curación” (Mary Baker Eddy, Manual de La Iglesia Madre, pág. 17). Cristo Jesús enseñó a sus discípulos: “Vosotros sois la luz del mundo; una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder” (Mateo 5:14). Sus verdaderos seguidores no recurrían al Cristo, la Verdad, solo cuando era necesario. El Cristo era su vida, definía sus móviles y propósitos, los animaba día tras día; y las obras del Cristo, la curación y la redención, brillaban en el mundo. Estos discípulos fueron testigos del hecho de que Cristo Jesús sacrificó su vida humana para que Dios, la Vida divina misma, fuera revelada a la humanidad. El sacrificio inigualado del Maestro, su amor claro y preciso, los conmovió y los transformó. Ellos simplemente no podían hacer otra cosa más que dedicarse a vivir vidas llenas de amor desinteresado.
He aquí otro discernimiento respecto a la naturaleza del cristianismo “claro y preciso”. Fue registrada por el historiador cristiano Eusebio. Cuando estaba visitando una iglesia cerca de Éfeso, el Apóstol Juan conoció a un joven que él sintió era particularmente prometedor, entonces le pidió a uno de los ancianos de la iglesia que cuidara bien de él. Esto se hizo por un tiempo.
Sin embargo, a medida que el joven maduraba este cuidado se fue relajando. Entonces, informa Eusebio, el muchacho "lamentablemente fue desviado por otros de su misma edad, que eran perezosos, disolutos y vivían perversamente. Primero lo sedujeron con costosos entretenimientos; luego lo llevaron con ellos cuando salían de noche para cometer robos; después lo instaron a que participara en crímenes aún más grandes. Poco a poco, el joven cayó en la forma de vivir de ellos; y como un caballo poderoso que no responde al freno, se apartó rápidamente del camino recto, siguió su propio camino y cayó por el precipicio mucho más violentamente debido a su inmensa vitalidad. Al renunciar completamente a la salvación de Dios, él ya no estuvo contento con los delitos triviales, sino que, como su vida ya estaba en ruinas, decidió cometer un crimen muy grave y sufrió la misma suerte que los otros. Reunió a estos mismos jóvenes renegados y formó una pandilla de bandidos de la cual él era el cabecilla, superándolos a todos en violencia, crueldad y en sus sanguinarios deseos”.
Durante esa época, Juan regresó y preguntó por este joven, y le contaron lo que había ocurrido. Grandemente perturbado, fue de inmediato a verlo. Eusebio dice: "Cuando llegó al lugar, y fue apresado por los principales guardias de los bandidos, él no hizo ningún intento de escapar ni pidió misericordia, sino que gritó: ‘Para esto he venido: llévenme a ver a su líder’. Cuando Juan se acercó, el [joven] lo reconoció, y lleno de vergüenza, se volvió para escapar. Pero Juan corrió tras él tan rápido como pudo, olvidándose de su edad y llamándolo: '¿Por qué huyes de mí, hijo…? Todavía tienes esperanza en la vida. Responderé por ti ante el Cristo. Si es necesario con gusto sufriré tu muerte, como el Señor sufrió la muerte por nosotros; para salvarte daré mi propia vida. ¡Detente! ¡Cree! El Cristo me envió.
"Cuando escuchó esto, el joven se detuvo y se quedó con los ojos mirando el suelo; luego arrojó sus armas; después comenzó a temblar y a llorar amargamente. … Entonces Juan lo llevó de regreso a la iglesia, intercedió por él con muchas oraciones, compartió con él la penosa experiencia de ayunar continuamente, …y se nos ha dicho que no lo dejó, hasta que lo restauró a la Iglesia, dando un ejemplo perfecto de verdadero arrepentimiento y una prueba perfecta de regeneración, el trofeo de una resurrección visible” (The History of the Church from Christ to Constantine. England: Dorset Press, 1984, págs. 129–131).
Juan había escuchado la parábola de Jesús sobre la oveja perdida (véase Lucas 15:3-7). Si una de las cien ovejas se perdía, ¿acaso no saldría el pastor a buscarla hasta encontrarla? El mundo necesita más de estos pastores, más cristianos dispuestos a darlo todo por el amor mutuo. Muchos preguntan: ¿De dónde saco el tiempo? ¿Qué pasa con mis otras obligaciones? ¿Cómo puedo producir el efecto que logró Juan? Y estas preguntas no se plantean ligeramente. Pero nos vemos enfrentados con el hecho de que Juan no tenía nada más apremiante que hacer, que cumplir los dos mandamientos de los cuales “depende toda la ley y los profetas” (véase Mateo 22:35-40): amar a Dios con todo su corazón y toda su alma y toda su mente, y amar a su prójimo como a sí mismo. “Todo” evidentemente significaba exactamente eso para él. Y él aparentemente sabía que Dios era igual a la necesidad.
Algunas personas tratan de disimular las exigencias espirituales y morales del cristianismo, temerosos, tal vez, de alejar a la gente o poner al descubierto su propio desconcierto con las normas de la vida cristiana. En el libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, no existe esa confusión. Por ejemplo, la Sra. Eddy escribe: "El mandamiento: ‘No cometerás adulterio’ no es menos imperativo que el que dice: ‘No matarás’” (pág. 56). Más adelante en el mismo libro ella escribe: “La honestidad es poder espiritual. La deshonestidad es debilidad humana, que pierde el derecho a la ayuda divina” (pág. 453). Aquí no hay ambigüedad. El verdadero cristianismo vigila esta era como la estrella polar, proveyendo la guía espiritual necesaria para evitar el sufrimiento que viene con el pecado; la guía que permite a tantos encontrar de nuevo su camino hacia la salud y el bien. ¿Cómo podríamos hacer esta travesía sin estar seguros de dónde está nuestra estrella guiadora?
La disciplina moral es una manifestación del Amor divino. Los Diez Mandamientos, el Sermón del Monte y las enseñanzas de la Ciencia Cristiana, que abrazan esta instrucción bíblica, revelan el amor de Dios. La humanidad necesita esta guía clara y segura. La resurrección de Jesús revela el poder moral y espiritual de esa guía; y hoy, la práctica fiel de los preceptos bíblicos, junto con la comprensión de la ley divina que los sustenta, continúa resucitando la vida, del pecado y el sufrimiento que este trae. A medida que reconozcamos el propósito del Amor revelado mediante la ley moral, reconoceremos sin demora las normas inalterables de la vida cristiana. Esto no nos hará inflexibles o condenatorios o más santos que nadie. Simplemente estaremos reflejando más del poder sanador y resucitador del Cristo, la Verdad. Estaremos expresando el amor que libra de mucho sufrimiento a la humanidad.
¿Cómo llegamos a este punto? ¿Acaso el significado de la vida de Jesús ha realmente tocado nuestros corazones? ¿Se ha hecho vivo en nosotros? ¿Está bautizándonos y haciendo que tomemos consciencia de la vida en y de Dios? ¿Acaso el poder y el propósito del Amor divino, que la revelación de la Ciencia Cristiana ha hecho evidentes a esta era, han comenzado a apoderarse de nosotros? ¿Están haciéndolo con la fuerza suficiente como para que estemos dispuestos a dejar todo por Cristo, a comenzar una nueva vida con el Cristo al timón? Aquí empezamos a ver la naturaleza de la batalla que el cristianismo pone en marcha. Tiene lugar entre nuestro propio sentido de la vida y la vida hacia la que somos guiados por el Cristo. Cuando estamos dispuestos a dejar a un lado una percepción material de la individualidad, con sus anhelos, metas y sentido de lo que es correcto, y ceder a la realidad de la existencia del hombre en el Espíritu, entonces comienza nuestra transformación espiritual.
La Sra. Eddy escribe: “La renuncia a todo lo que constituye el llamado hombre material, y el reconocimiento y realización de su identidad espiritual como hijo de Dios, es la Ciencia que abre las compuertas mismas del cielo; de donde fluye el bien por todos los cauces del ser, limpiando a los mortales de toda impureza, destruyendo todo sufrimiento, y demostrando la imagen y semejanza verdaderas” (Escritos Misceláneos, pág. 185). A medida que esto ocurre, los cristianos encuentran que tienen la estatura moral y espiritual necesaria para sanar y redimir a la humanidad.
En vista de esto, ¿te has dado cuenta de que el énfasis cultural de hoy en día acerca de la realización propia es en realidad anticristiano? El centrarse tan intensamente en el logro de nuestros propios deseos, es uno de los productos desagradables del materialismo, y debilita el sentido moral de la gente. El cultivo y la admiración de la generosidad se ven sacrificados. En esta atmósfera, la carrera viene antes que la familia, cerrar el trato antes que la ética, hacer las cosas “a mí manera” antes que la cooperación o la preocupación por otros, la indulgencia sexual viene antes que la moralidad, y la condena en lugar de la curación y la reforma. De este modo el cristiano se ve enfrentado a preguntas tales como: Cuando pongo mis necesidades y deseos personales, mi desarrollo, mi propia realización, mi voluntad, por encima de todo lo demás, ¿cómo cumplo con los dos mandamientos que citó Jesús? ¿Puedo llegar a tener tanto éxito como Juan al rescatar a otro del pecado?
En Ciencia y Salud y en sus otros escritos, la Sra. Eddy indica los valores morales que se requieren para el progreso y la práctica de la curación cristiana. Ella escribe acerca de las virtudes cristianas de inmolación propia, abnegación, altruismo, auto-consagración, sacrificio. También pone al descubierto las tendencias pecaminosas de la gratificación propia, el amor propio, la obstinación, el egoísmo, la exaltación propia y la justificación propia. En muchos sentidos, estos últimos términos muestran cuán lejos se han desviado algunos segmentos de la sociedad de abrazar el carácter esencial de la vida cristiana.
Es la consciencia y la experiencia del poder y el amor divinos de Dios lo que nos equipa para buscar con afán una vida diferente, una vida verdaderamente satisfactoria. Un hombre que Jesús había sanado de ceguera declaró: “Una cosa sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo” (Juan 9:25). El cristiano reafirma sus palabras, habiendo obtenido una nueva visión de la existencia, una visión de lo que la vida de Jesús continúa contando a la humanidad sobre la vida, sobre Dios, Sus hijos, Su voluntad. La oración del cristiano pasa de implorar y tener esperanza, a afirmar, afirmar que únicamente Dios, el Espíritu, es Vida, el único creador, el Amor supremo, y que el hombre es Su semejanza espiritual eterna. El Amor divino es reflejado en la existencia más profunda y se expresa en cada pensamiento y hecho. Este ánimo divino es sumamente necesario hoy en día.
Algunos dirán: “Pero yo no siento esto. Deseo mucho sentirlo, pero no lo logro”. No te desesperes. Si deseas lograrlo, seguramente lo harás. Podemos comenzar renunciando a las pretensiones que hace el materialismo sobre nuestro tiempo y pensamientos. Comenzaremos buscando cada vez más ocasiones para sumergirnos en el Espíritu, para sentir más profundamente en nuestras oraciones la infinitud del Espíritu y la pureza nativa del hombre como imagen del Espíritu. Si, como Naamán (véase 2 Reyes 5:1–15), necesitamos lavarnos siete veces en el río, o consciencia, de la Vida, lo haremos. Tal vez lo hagamos incluso setenta veces al día. La pureza es clave para el crecimiento. La pureza moral. Un amor puro. Una devoción pura por la bondad, la generosidad, la honestidad, la espiritualidad. Esto no está más allá de ninguno de nosotros, porque la pureza caracteriza nuestra existencia verdadera.
El egoísmo nos sepulta en la materia y en el llamado confort material. Aquí o en el más allá, esta es una tumba que debemos abandonar. ¿Acaso Juan había planeado pasar días trabajando con ese joven? Sin embargo, dejó todo por Cristo. Abandonó otras consideraciones a medida que el Amor lo guiaba a hacer todo lo que podía para salvar a aquella oveja perdida. Estaba dispuesto a sacrificar su propia vida por amor a otro.
¿Acaso Pablo había planeado pasar tres años en el desierto en comunión con Dios, al ir de camino a Damasco? Nosotros sabemos que no. No obstante, la gloria de Dios que al principio lo encegueció se transformó en la luz guiadora de su vida. Él se mantuvo fiel a esa luz.
Cuanto más estaban los discípulos con Jesús, tanto más crecía la mayoría de ellos en fortaleza moral. Cuanto más embebemos el espíritu del Cristo revelado a través de la Biblia y Ciencia y Salud, tanto más crecemos en fortaleza moral. Nuestras vidas se vuelven más puras. Se encienden con la llama pura de la Verdad. Los afectos altruistas florecen, y el fruto es una habilidad más grande para sanar y resucitar a aquellos muertos en pecado. El Amor divino no está consciente de “sí mismo”. El corazón que es uno con el Amor late fuertemente por la humanidad. Cuando Jesús veía a las multitudes, él tenía compasión de ellos.
El cristianismo claro y preciso se mantiene firme para adorar al Espíritu únicamente en pensamiento y vida. Representa dedicarse totalmente a contemplar al hombre como Dios lo ha creado, en toda su pureza y gloria, y ser leal a diario a este ideal. Representa amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Esta es la fuerza moral que la Ciencia Cristiana trae al mundo hoy.