Cuando estaba en décimo grado del bachillerato, sentía que me estaba ahogando. No tenía suficiente tiempo para hacer todo. Me sentía tan abrumada que casi no sabía por dónde empezar. De alguna forma, logré aprobar, pero sabía que algo tenía que cambiar antes de que comenzara el siguiente año escolar.
Aquel verano, tuve la oportunidad de viajar a Ecuador para un viaje de servicios con un grupo de jóvenes Científicos Cristianos. Estando allá, oré mucho con el tercer versículo del Salmo 23, el cual dice que Dios, por ser mi Pastor, “me [guía] por sendas de justicia por amor de su nombre”. Ese pasaje me ayudó a recordar que no estaba haciendo ese trabajo sola; Dios me estaba guiando, y podía contar con Él y apoyarme en Él cuando me resultara difícil o me sintiera abrumada por algo.
Esta idea me ayudó a delinear lo que debía hacer cuando comenzara mi onceavo grado. En lugar de simplemente luchar para aprobar otro año más, yo quería lidiar de inmediato con el estrés y la presión del tiempo. Si bien sabía que tendría clases más difíciles, así como más responsabilidades por ser una estudiante más avanzada, de inmediato recurrí a la idea que había sido tan poderosa durante el verano: yo no estaba haciendo todo sola; Dios me estaba guiando y apoyando. En la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana había aprendido que Dios es infinito, así que sabía que estaba a salvo y tenía todo el respaldo necesario porque me apoyaba en una fuente infinita. Esto cambió por completo mi idea de que estaba muy ocupada. Puesto que Dios era mi fuente, ya no tenía temor de no tener suficiente tiempo o capacidad, o de sentirme fatigada por estar tan atareada. En cambio, confié en que ante la presencia del infinito no podía estar sujeta a limitaciones.
Iniciar sesión para ver esta página
Para tener acceso total a los Heraldos, active una cuenta usando su suscripción impresa del Heraldo ¡o suscríbase hoy a JSH-Online!