Afuera, el cielo oscurecido amenazaba con una tormenta invernal, y se asemejaba mucho a mi deprimente estado de ánimo. Era mi segundo año en la universidad, y me sentía zarandeada por todos lados. A una amiga que cursaba el último año y a mí nos habían asignado una misma habitación, pero también había una tercera persona que dominaba el cuarto y me hacía desear estar en otro lugar. Al compararme con los chicos populares del campus universitario, me sentía inferior e ignorada. Además, extrañaba mucho mi casa.
Ahora, para colmo, tenía una montaña de tareas por hacer, y estaba sufriendo, según yo pensaba, de faringitis. Debido a experiencias que había tenido antes, reconocía los síntomas perfectamente y me preocupaba perder varias semanas de clases. Pero sentía que, si lograba recuperarme antes de que finalizara el fin de semana, estaría bien.
Era afortunada de estar asistiendo a una universidad para Científicos Cristianos, y mi plan aquel viernes por la tarde era ir a la cabaña del campus que durante la época escolar estaba a cargo de una enfermera de la Ciencia Cristiana todo el tiempo. Esta persona me brindaría el cuidado físico que necesitaba mientras apoyaba también mi enfoque espiritual para sanar: la oración. Cuando me registré, la enfermera de la Ciencia Cristiana fue muy amorosa. Le conté mi plan de estar bien antes de que terminara el fin de semana, y me dijo que una de las condiciones para permanecer en la cabaña era que yo llamara a un practicista de la Ciencia Cristiana y le pidiera ayuda por medio de la oración.
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