Hace dos años, sentí la necesidad de explorar más profundamente el significado de la compasión. Estaba exhausta debido a los constantes vaivenes de la situación política mundial. Me di cuenta de que cuando leía las noticias me agobiaban muy fácilmente las emociones que sentía; me llenaba una gran tristeza y pesadumbre al pensar en aquellos que sufrían por causa de injusticias y otras situaciones desgarradoras. Pensaba que al sentirme así era compasiva, pero esto no parecía brindarme mucho consuelo ni que estuviera ayudando a que hubiera curación. Además, comencé a sentir resentimiento y condenaba a aquellos que para mí no tenían compasión. Sabía que debía haber una respuesta sanadora a esos sentimientos, así que decidí recurrir a la Biblia y Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras por Mary Baker Eddy ansiando hallar renovada inspiración.
Mientras leía acerca de los hijos de Israel en el libro de Éxodo y su largo viaje de Egipto a la Tierra Prometida, me sorprendió mucho que los israelitas con tanta frecuencia hubieran dudado del poder y el cuidado de Dios por ellos. Lo más sorprendente, aunque reconfortante, fue saber que Él jamás se apartó de su lado. Una y otra vez, a pesar de todas las dudas y quejas de los israelitas, Dios demostró Su gran paciencia y amor al proveerles de lo necesario y protegerlos de cualquier daño. Mi corazón se conmovió aún más cuando encontré este pasaje de Salmos: “Pero él [Dios], misericordioso, perdonaba [su] maldad” (78:38, KJV).
Yo quería comprender mejor esa compasión que ama y perdona. Por medio de mi estudio de la Ciencia Cristiana había tenido la oportunidad de sentir el amor constante y universal de Dios por mí, de modo que tenía sentido que Él, quien es el Amor mismo, estuviera lleno de amor puro y tierno por todos Sus hijos. El Amor había guiado a los israelitas, les había dado alimento en el desierto, y perdonado sus transgresiones a medida que fueron recurriendo más a Dios. Fue debido a Su amor paciente e inquebrantable que los hijos de Israel finalmente llegaron a obedecer, amar y confiar en la guía de Dios. Llegué a la conclusión de que yo también, en mi verdadera identidad como idea perfecta y completa de Dios, podía expresar este amor puro y misericordioso a todos los que me rodearan. Yo no podía tener mala voluntad, ninguna opinión carente de amor o creerme superior a los demás porque estas no son cualidades de Dios. Por supuesto, si esto era cierto acerca de mí, realmente tenía que ser verdad para todos los demás.
Otro punto que quería aclarar en mi pensamiento era si es realmente cierto que para ser compasivo uno tiene que afligirse por los problemas de los demás. Esto era esencialmente lo que yo había estado haciendo con frecuencia cuando leía las noticias. Pero al pensar nuevamente en la historia del Éxodo, no hubiera tenido sentido que Dios sintiera lástima por Sus hijos. En Ciencia y Salud la Sra. Eddy cita de la Biblia y señala claramente que Dios es “muy limpio… de ojos para ver el mal” (pág. 357). Esto quiere decir que Dios no podría ver a Sus hijos como mortales que sufren y padecen de escasez, y luego sentirse angustiado por ellos. Por el contrario, Dios nos ve y siempre nos ha visto a todos —a Su creación— perfectos, completos y satisfechos. En otras palabras, Él nos ve a cada uno de nosotros como nos creó, a Su imagen y semejanza.
La Sra. Eddy continúa en la misma página de Ciencia y Salud y agrega: “Sostenemos la Verdad, no aceptando, sino rechazando una mentira”. Si queremos defender y demostrar la Verdad no deberíamos aceptar la mentira o creencia material de que Dios creó al hombre capaz de sufrir o causar sufrimiento. Me di cuenta de que ser verdaderamente compasivos en realidad entraña reivindicar al hombre como la imagen y semejanza de Dios, el Espíritu infinito y el Amor divino, y comprender que está libre de dolor y sufrimiento. Requiere que abracemos a todos en el pensamiento como el hijo amado y perfecto de Dios y reconocer, sin vacilar, que nadie podría realmente estar fuera de Su amor que lo abarca todo. Y puesto que Dios es Amor y es compasivo y el hombre Lo refleja, realmente no podemos que expresar nada menos que un amor sanador y compasivo.
Otra idea que me vino fue que la verdadera compasión no es una cualidad pasiva. Sentir compasión por otra persona no es algo superficial, sino poderoso y puede llevar a la curación. A menudo describían que Cristo Jesús tenía “compasión” cuando se acercaban las multitudes para ser sanadas (por ejemplo, en Mateo 14:14). Su capacidad para sanar nunca fallaba porque él sabía que venía de Dios. Tampoco se inquietaba por los síntomas de una enfermedad o la gravedad del pecado. Como describe Ciencia y Salud: “Jesús contemplaba en la Ciencia al hombre perfecto, que a él se le hacía aparente donde el hombre mortal y pecador se hace aparente a los mortales. En este hombre perfecto el Salvador veía la semejanza misma de Dios, y esta perspectiva correcta del hombre sanaba a los enfermos” (págs. 476–477). Y todos podemos seguir naturalmente su ejemplo siendo más receptivos a la gracia y el amor de Dios y siendo testigos de la curación.
También comprendí que expresar compasión es uno de los obsequios más generosos que uno puede darle a otro, porque requiere que abandonemos el sentido personal del ego o el yo. Nos ayuda a apartarnos de una mentalidad centrada en uno mismo y volvernos hacia el deseo libre del ego y de interesarnos verdaderamente en el bienestar de otra persona. El título marginal “La compasión requerida” se encuentra junto a un párrafo sobre la curación en Ciencia y Salud, que dice en parte: “… si falta el afecto abnegado, y si el sentido común y los sentimientos humanitarios comunes son desatendidos, ¿qué cualidad mental queda para invocar la curación del brazo extendido de la justicia?” (pág. 365). ¡Qué fundamental es entonces ser compasivo y generoso con los demás para que se produzca la curación!
Un incidente que había tenido antes me ayudó a pensar en estas ideas de una forma práctica.
Una noche, estaba sentada en una estación esperando un tren que me llevara a casa, cuando vi a un hombre que parecía estar bajo la influencia de las drogas o el alcohol. Caminaba por la estación, tambaleándose de un lado a otro, y acercándose cada vez más a las vías del tren (a más de un metro de profundidad). Primero pensé en ignorarlo y no inmiscuirme. Me avergüenza admitir que incluso me sentí molesta y comencé a juzgarlo. Sin embargo, a medida que se acercaba a las vías, era obvio que no podía quedarme sin hacer nada. Rápidamente me acerqué y lo llevé hasta un banco cercano mientras le decía, medio reprobándolo y medio preocupada, que tuviera más cuidado.
Me explicó que ya no le importaba vivir, y que había hecho demasiadas cosas malas como para continuar viviendo. El sentimiento de condenación e ira rápidamente se disolvió de mi pensamiento y fue reemplazado por una profunda compasión. Algo dentro de mí se estremeció y protestó ante el pensamiento de que un hijo de Dios no fuera lo suficientemente valioso como para vivir.
Con afecto, aunque con firmeza, le hablé sobre el amor invariable de Dios por él y Su divina misericordia. Me sentí guiada a compartir diferentes ideas que afirmaban la indestructible relación de Dios con Sus hijos amados. Le aseguré que Dios cuidaba de él y lo estaba guiando como un pastor para que superara lo que fuera con lo que estuviera lidiando. Esto continuó durante varios minutos más hasta que llegó el tren. Los dos nos pusimos de pie y nos abrazamos, y él sinceramente me agradeció y se fue caminando.
Al recordar esto, me di cuenta de que había sentido verdadera compasión. La ira y la crítica habían dado lugar rápidamente a algo que pareció ser mucho más natural de hacer: amar a este hombre al verlo como Dios lo ve, en su verdadera naturaleza —puro, inocente y en su sano juicio—. Yo tampoco me quedé atrapada en la angustia o la tristeza al escuchar su historia. Tan solo sentí muy fuertemente que este hombre vivía bajo el cuidado protector y seguro de Dios.
Aunque no he vuelto a verlo, continúo afirmando su verdadera identidad y seguridad en Dios, y estoy infinitamente agradecida por las lecciones que me enseñó este encuentro.
Esas vislumbres espirituales han sido muy importantes al ayudarme a mejorar la forma en que reacciono ante las noticias y ante aquellos que piensan de forma diferente que yo. Me siento constantemente reconfortada al saber que Dios es nuestra fuente de compasión y que cada uno de nosotros no solo puede sentirla hacia los demás, sino comprender que la misma lleva a la curación también.
