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El reino siempre presente de Dios es revelado

De El Heraldo de la Ciencia Cristiana. Publicado en línea - 9 de enero de 2020


Mis compañeros del equipo de trivia y yo hemos observado un fenómeno interesante. Con cierta regularidad se presenta una palabra desconocida durante un juego. Invariablemente, volvemos a encontrar esa palabra, por lo general muchas veces, en un libro, un artículo de un periódico o una película durante los siguientes dos días. Esto ha ocurrido con tanta frecuencia que nos enviamos unos a otros lo que encontramos en mensajes de texto y nos reímos.

Es probable que esas palabras hayan estado siempre presentes en nuestra experiencia, pero no estábamos al tanto de ellas. No eran relevantes para lo que parecía importante en ese momento, así que no les prestamos atención. Sin embargo, una vez que comprendimos la definición de la palabra, estuvimos plenamente conscientes de ella.

Pienso que estar conscientes de nuestra identidad espiritual puede funcionar de la misma forma. Es posible que perdamos de vista la realidad espiritual del reino de Dios, aquí y ahora, si no estamos realmente centrados en ella, al no comprender bien qué es. He descubierto que tener la costumbre de dedicar tiempo a diario para orar y leer los textos espiritualmente iluminados de la Ciencia Cristiana me ha ayudado a estar más consciente de la realidad espiritual que es la presencia de Dios.

 Con frecuencia pienso mucho en las palabras que dijo María, la madre de Jesús: “Engrandece mi alma al Señor” (Lucas 1:46). Para mí, es como si dijera que está tan concentrada en amar a Dios, que Su presencia es engrandecida al punto de excluir todo lo que no pertenezca a Su naturaleza.

En muchas ocasiones esto me ha resultado muy útil. A diario, trato de “engrandecer a Dios”, cuando enfrento conflictos o las historias en las noticias o un problema que es necesario resolver. He hallado que cuando comienzo con Dios, todo se ve diferente. Los problemas parecen más pequeños y más capaces de resolverse.

He descubierto que cuando comienzo con Dios, todo se ve diferente.

 Esto resultó cierto en una experiencia que tuve hace un tiempo al asistir a una reunión especial. Siempre me ha gustado participar en celebraciones felices, pero esta vez fue diferente. Cuando llegué era obvio que, aunque había sido invitada, nadie estaba contento de que estuviera allí. Fue muy desagradable. Esto me conmovió y me sentí ofendida de inmediato. “Yo no he hecho nada para merecer esto. ¿Por qué me han transformado en una víctima?”, pensé. El hecho de permitir que mis sentimientos tuvieran el control estaba cavando un hoyo profundo. Esta forma de enfrentar la situación nunca la sanaría. Yo quería salir de ese pozo de autocompasión, y necesitaba regresar a lo que Dios conocía acerca de mí, de las otras personas presentes y de toda la situación.

No puedo decir que estuve inmediatamente dispuesta a no sentirme ofendida; parecía muy justo que lo hiciera. Pero, al estar espiritualmente alerta, pude ver que me estaban manipulando pensamientos que yo sabía que no podían venir de Dios. Al darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, el efecto hipnótico de los malos sentimientos se rompió, y se puso de manifiesto la clara visión de la realidad divina, la cual siempre había estado presente. Como escribió San Pablo: “Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido” (1 Corintios 13:12). Eso era lo que estaba ocurriendo; estaba comenzando a ver más claramente. Si bien, no se produjo de inmediato, fue suficiente como para librarme de los sentimientos de que era una víctima.

El primer pensamiento que sentí fue que debía amar. ¿Con qué propósito había ido allí? De hecho, ¿con qué propósito estaba yo en cualquier lugar? Para amar como Cristo Jesús nos enseñó a hacerlo. Una frase del poema “Cristo, mi refugio” de Mary Baker Eddy dice:

A Cristo veo caminar, 
   venir a mí 
por sobre el torvo y fiero mar; 
   su voz oí.
(Himnario de la Ciencia Cristiana, N° 253, trad. © CSBD)

Parecía estar en medio de un mar fiero. Pero el espíritu del Cristo estaba allí, hablándome y trayéndome paz. Inseparable de ese mensaje divino estaba la fortaleza para hacer lo que debía en palabra y en acción. Sabía que tenía que apartarme de los pensamientos negativos que no formaban parte del reino de Dios, la perfección de la Mente divina que solo conoce la pureza y la paz del Amor. Era allí donde quería permanecer, y necesitaba ver que todos los demás estaban allí también, y que todos somos hijos del único Dios.

Las Bienaventuranzas que dio Jesús en el Sermón del Monte incluyen las siguientes promesas: “Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mateo 5:8, 9). Considerar estas palabras me ayudó a mantener mi pensamiento centrado en nuestro amado Progenitor divino. Y me encantó la idea de ser una pacificadora. El proceso de establecer la paz está apoyado por la autoridad divina, y tiene el poder de sanar mi pensamiento y cualquier situación. Yo sé que no depende de mí cambiar los pensamientos de otras personas. Mi responsabilidad es orar por lo que permito que permanezca en mi propio pensamiento, y continuar bendiciendo a los demás, engrandeciendo de esa forma al Señor. Mi oración me trajo paz aquel día y continúa haciéndolo, mientras sigo abrazando a esas personas en oraciones de paz y curación.

La realidad espiritual está siempre presente, pero puede ser oscurecida si solo contemplamos pasivamente la situación humana. Por otro lado, orar y estudiar activamente la Ciencia Cristiana ayuda a que nuestros pensamientos y experiencia se centren en la realidad espiritual y en la paz. Dios nos está hablando a cada momento, y somos bendecidos cuando Lo escuchamos; y los demás sienten las bendiciones también.

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