Mi familia se mudó con mucha frecuencia. Entre el jardín de infantes y el fin del bachillerato, llegué a asistir a ocho escuelas diferentes. La mayor parte del tiempo, a escuelas internacionales pequeñas. Sin embargo, cuando mi familia se mudó nuevamente antes de mi tercer año del bachillerato, hice la transición a una escuela enorme con casi cuatro mil estudiantes.
Fue un gran choque cultural. Estaba acostumbrada a estar en ambientes acogedores, rodeada de estudiantes que pasaban por cosas similares. Pero mi primer día en la nueva escuela fue como si yo fuera invisible; ni una sola persona me habló en todo el día.
Cuando llegué a casa esa tarde, rompí a llorar. Mis padres me consolaron y todos asumimos que las cosas mejorarían rápidamente. Pero al ver que pasaban los días sin que hubiera casi ningún cambio, me di cuenta de que esperar a que eso ocurriera no resolvería mi problema. Necesitaba orar.
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