Mi familia se mudó con mucha frecuencia. Entre el jardín de infantes y el fin del bachillerato, llegué a asistir a ocho escuelas diferentes. La mayor parte del tiempo, a escuelas internacionales pequeñas. Sin embargo, cuando mi familia se mudó nuevamente antes de mi tercer año del bachillerato, hice la transición a una escuela enorme con casi cuatro mil estudiantes.
Fue un gran choque cultural. Estaba acostumbrada a estar en ambientes acogedores, rodeada de estudiantes que pasaban por cosas similares. Pero mi primer día en la nueva escuela fue como si yo fuera invisible; ni una sola persona me habló en todo el día.
Cuando llegué a casa esa tarde, rompí a llorar. Mis padres me consolaron y todos asumimos que las cosas mejorarían rápidamente. Pero al ver que pasaban los días sin que hubiera casi ningún cambio, me di cuenta de que esperar a que eso ocurriera no resolvería mi problema. Necesitaba orar.
En la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana había aprendido que siempre podía recurrir a Dios en busca de ayuda. Me vino la idea de orar con el Padre Nuestro que Jesús nos dio. Mary Baker Eddy, quien amaba y seguía sus enseñanzas, describe el Padre Nuestro como la oración que “cubre todas las necesidades humanas” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 16). Entonces supe que con esta oración podría satisfacer mi necesidad de amigos y comunidad.
Todos los días, como parte de los anuncios de la mañana, mi escuela nos daba un momento de silencio para orar. Así que aprovechaba ese tiempo para orar el Padre Nuestro. La frase que realmente me llamaba la atención era: “Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra” (Mateo 6:10).
En la Escuela Dominical también había aprendido que Dios es Amor, así que sabía que Su voluntad para mí y para los demás tenía que ser únicamente buena. Debía incluir todo lo que fuera una expresión del Amor: las amistades, las conexiones y que todos pudiéramos compartir nuestra bondad los unos con los otros.
Mientras oraba con esta idea, se me ocurrió que no necesitaba decirle a Dios cuántos amigos quería, a cuántas fiestas debía ser invitada o en qué clubes o equipos debía ser aceptada. Simplemente podía confiar en la bondad de Dios y orar para ver que se estaba haciendo Su voluntad, sin importar cómo aparentaban ser las cosas en la superficie. También me di cuenta de que era importante la humildad, porque lo que fuera que Dios me tuviera preparado tal vez no se parecería al plan que yo me había trazado, y necesitaba mantenerme abierta a eso.
Ese fue un momento decisivo. Desde pequeña siempre había tenido muchas curaciones físicas a través de la oración, pero esta era la primera vez que oraba por mí misma acerca de este tipo de problema. No sabía qué iba a pasar, pero estuve más dispuesta a dejar que Dios me mostrara las bendiciones que venían de Él y que deben estar siempre presentes. En vez de sentirme invisible, impaciente y ansiosa porque cambiaran las cosas, me sentí paciente y en paz, y pude reconocer lo bueno que estaba sucediendo a mi alrededor, donde antes no había podido ver nada en absoluto.
Continué orando el Padre Nuestro cada mañana, abriendo mi pensamiento para recibir renovada inspiración. Y las cosas empezaron a cambiar. Hice maravillosos amigos, llegué a apreciar a mis maestros y mis clases, y participé en algunos clubes realmente divertidos. Me gradué de ese mismo bachillerato, y en mi último año, los redactores del anuario seleccionaron una enorme foto mía para poner en la portada. ¡Qué cambio desde mi primer día tan desconcertante!
Esta experiencia me hizo ver que realmente podemos volvernos a Dios para lo que sea. Él nos ve y nos conoce; nunca somos invisibles, sino que siempre nos cuida, nos provee de lo necesario y nos ama.