Nuestro Padre Celestial, que tu nombre sea honrado;
Que venga tu reino, y que se haga tu voluntad
en la tierra como en el Cielo.
Danos cada día el pan que necesitamos para el día,
Perdónanos lo que te debemos,
como también nosotros hemos perdonado a aquellos que nos deben algo.
Mantennos alejados de la tentación y sálvanos del mal.
—Mateo 6:9-13, según versión de J.B. Phillips
Un gran grupo de personas se había reunido en una de las casas de una pequeña ciudad portuaria. Se había corrido la voz de que un hombre, que realmente había llegado a los corazones de la gente con su mensaje, daba una charla. ¿De qué hablaba que causó tanto revuelo? De arrepentimiento, renacimiento y perdón. No solo eso, también estaba sanando a la gente.
Por supuesto, el hombre era Jesús de Nazaret. Y la ciudad era Capernaum, a orillas del mar de Galilea.
Entre las personas en Capernaum que querían ver a Jesús había un individuo tan gravemente paralizado que cuatro hombres tenían que llevarlo en una camilla. Pero cuando llegaron a la casa donde estaba Jesús, había tal multitud que no pudieron acercarse a él. Deben de haber querido mucho a su amigo y sabido que podía ser sanado si lograban llevárselo a Jesús. Así que se subieron al techo, con la camilla y todo, quitaron parte de la techumbre y bajaron a su amigo a través de la abertura.
Después de todo ese esfuerzo, ¿qué le dijo el Maestro al hombre? “Hijo, tus pecados te son perdonados” (Marcos 2:5). ¿Por qué dijo eso? ¿Por qué habló del perdón a un hombre que desesperadamente quería ser sanado de la parálisis? Sí, Jesús sanó al hombre. Pero ¿por qué primero le aseguró que estaba perdonado?
Jesús no aceptó la evidencia de los sentidos físicos, sino que miró más allá de las apariencias superficiales. Para él, para que algo fuera real, tenía que ser de la forma en que Dios lo creó. Dios declaró que todo lo que Él hizo era bueno, y eso incluye al hombre (es decir, a todos los hombres y mujeres) como imagen y semejanza de Dios. Cuando alguien acudía a él para sanar, Jesús no veía a un mortal sufriente como todos los demás lo hacían. Jamás aceptó ese punto de vista, sino que veía a cada individuo como totalmente bueno, reflejando la perfección de Dios. La prevaleciente visión teológica de la época era que el hombre nació en pecado. Si Jesús hubiera aceptado este punto de vista equivocado, no habría podido sanar.
La curación espiritual en la Ciencia Cristiana es el resultado de ver a ese hombre perfecto, lo cual es también la base del perdón verdadero.
Entonces, ¿por qué perdonar? Porque el perdón es vital para ver espiritualmente, para sanar y encontrar regeneración. La Biblia indica que Jesús no tenía poder de decisión en el asunto. Sabía que Dios ya había perdonado a este hombre, y no podía darse el lujo de dar falso testimonio contra su prójimo. Al comprender esto, podemos ver que hay una necesidad de arrepentimiento y perdón todos los días cuando vemos o experimentamos algo que no llega a ser la creación perfecta de Dios.
Crecí en Alemania cuando Hitler estaba en el poder. Durante la guerra, las actividades de la Ciencia Cristiana fueron prohibidas en Alemania. Mi padre, que era practicista de la Ciencia Cristiana y activo en los asuntos de la iglesia, fue encarcelado, para ser más tarde liberado y obligado a servir en el ejército. Cuando tenía diez años, tuve que unirme a la organización de las Juventudes Hitlerianas. Todos los jóvenes tenían que hacerlo. Esa era la ley. Pero después de que mi padre fue encarcelado, me negué a seguir participando en las reuniones o a tener algo que ver con la organización. Como resultado, pasé la última parte de la guerra en un campo de trabajos forzados.
Después de la guerra, cuando nuestra familia se reunió, noté que mi padre era muy amigable con uno de nuestros vecinos que había sido miembro activo del partido nazi. Me indigné por la actitud de mi padre y se lo dije. Según recuerdo, mi padre me preguntó si creía que estaba en condiciones de juzgar quién era aceptable como hijo de Dios y quién no. Me dijo enfáticamente que si quería conocerme a mí mismo como la creación perfecta de Dios, tenía que ver a todos bajo esa misma luz, sin excepción. Tenía que perdonar.
Recuerdo que le dije: “Supongo que me vas a decir que perdonas a Hitler”. Dejó en claro que de ninguna manera condonaba los terrores que habían estado ocurriendo bajo los nazis, y que los responsables debían ser castigados. Pero que eso no quitaba la necesidad de que un individuo perdonara y viera a todos como Dios lo hace.
Más de 20 años después tenía una familia propia. Mi esposa y yo teníamos tres hijos varones y queríamos adoptar una niña. El procedimiento de adopción requirió un examen psicológico para mi esposa y para mí. Después de la prueba, el psicólogo observó que tenía sorprendentemente pocas cicatrices mentales de mis experiencias de la guerra. Al principio me alegré de escuchar eso. Pero cuanto más lo pensaba, más me preguntaba por qué debería tener cicatrices.
Al examinar mi pensamiento, me di cuenta de que, después de todos esos años, todavía tenía pesadillas ocasionales relacionadas con la guerra, y había momentos en que fantaseaba con lo que podría hacerle a uno de los guardias del campamento si me encontraba con él. Me di cuenta de lo irracionales que eran esos pensamientos, y decidí orar ferviente y sistemáticamente para ser liberado de esas últimas cicatrices mentales que quedaban.
Mis oraciones se centraron en dos elementos. El primero fue mi esfuerzo por ver que en la realidad de Dios, en Su reino, nunca había habido una guerra o sus consecuencias. Permíteme explicar: me di cuenta de que la guerra por la que había pasado era en realidad parte del “sueño de la vida material”, como se le llama en Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras (Mary Baker Eddy, pág. 14). Y un sueño nunca puede dejar una cicatriz en la realidad. Si hubiera estado soñando por la noche que era perseguido por una manada de elefantes, no buscaría huellas de elefantes en la alfombra de mi habitación cuando me despertara.
En segundo lugar, ahora tenía la madurez espiritual para ver la necesidad del perdón incondicional. Era contradictorio para mí declarar que estaba libre de las consecuencias de la guerra y al mismo tiempo aferrarme al resentimiento hacia las personas relacionadas con la experiencia de la guerra. El perdón era un prerrequisito para liberarme de esas cicatrices residuales. Pensé en la oración de Jesús por los que lo atormentaron y crucificaron: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34).
Perdonar al comandante del campo, a los guardias y a muchos otros en realidad resultó ser más fácil de lo que pensaba. Para mí era muy claro que todos los involucrados habían representado papeles que encubrían las verdaderas identidades que Dios les había dado.
Recuerdo haber cuestionado cuán sincero era mi perdón. Después de mucha oración, decidí que una buena prueba era preguntarme si era capaz de amar a esas personas. Casi para mi sorpresa, la respuesta fue afirmativa. Me di cuenta de que como hijo de Dios, cada uno era totalmente digno de ser amado.
En el Padre Nuestro, Jesús enseñó a sus seguidores a orar: “Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores” (Mateo 6:12). En Ciencia y Salud, Mary Baker Eddy, quien descubrió la Ciencia Cristiana, dio lo que ella entendió que es “el sentido espiritual del Padre Nuestro”, y para esa línea proporcionó esta interpretación: “Y el Amor es reflejado en el amor” (págs. 16, 17). Aquí Amor en mayúscula es un nombre para Dios. Debido a que siempre somos consolados y abrazados por este Amor divino, y como reflejos de Dios nunca estamos separados de él, es natural que reflejemos activamente ese Amor y amemos a todos, independientemente de cómo hayamos sido tratados.
Durante mi tiempo en el campamento había recibido una dura paliza por hablar cuando no debía. El médico del lugar había predicho que las cicatrices resultantes permanecerían por el resto de mi vida. Como estaban en mi espalda, nunca pensé mucho en ellas. Así que me sorprendió aún más cuando un día descubrí que, después de haberme liberado mentalmente de todo resentimiento persistente y haber sido capaz de perdonar con total libertad, esas cicatrices físicas también habían desaparecido por completo. Habían estado allí por más de 20 años.
Aprendí que nunca puedo experimentar mi propia perfección como hijo de Dios si abrigo pensamientos resentidos o críticos hacia alguien. Si expulso a mi vecino del reino, quedo afuera junto con él, en sentido figurado.
A menudo, lo que nos impediría amar incondicionalmente es la justificación propia. He aprendido una y otra vez que no siempre es importante insistir en estar en lo correcto. Somos bendecidos mucho más al ver y amar lo bueno en la otra persona.
A veces, también necesitamos perdonarnos a nosotros mismos para superar un error pasado que puede actuar como un lastre para el presente. Esto se vuelve mucho más fácil cuando recordamos cuánto nos ama un Dios perdonador. Solo hay una cosa que puedes hacer con un error, y es corregirlo. Los errores se corrigen uno a la vez.
Es importante ser completamente honesto con uno mismo, y detectar y enfrentar cualquier pensamiento o comportamiento pecaminoso o erróneo restante. ¿Por qué aferrarse a cualquier exceso de equipaje? Simplemente nos retrasa. El perdón de Dios no evita la necesidad de limpiar nuestras propias acciones.
La Sra. Eddy hizo esta afirmación muy poderosa en un discurso que dio en su iglesia en 1895: “Sin el conocimiento de sus pecados, y sin un arrepentimiento tan severo que los destruya, nadie es o puede ser un Científico Cristiano” (Escritos Misceláneos 1883-1896, pág. 107).
El arrepentimiento es esencial. Una vez que uno se ha arrepentido completamente de un pensamiento o acción —lo ha visto como lo que es y lo ha abandonado— es contraproducente condenarnos a nosotros mismos y seguir repitiendo el error. Una vez que nos arrepentimos lo suficiente de un error, experimentamos la reforma. Estamos reformados para expresar lo que siempre hemos sido verdaderamente. Y el error o el comportamiento incorrecto nunca han sido realmente parte de nosotros.
Al referirse a la época de Jesús, la Sra. Eddy escribió: “Ahora, como entonces, señales y prodigios se efectúan en la curación metafísica de la enfermedad física; pero estas señales son solamente para demostrar su origen divino, para atestiguar la realidad de la misión más elevada del poder-Cristo de quitar los pecados del mundo” (Ciencia y Salud, pág. 150). Me resulta útil orar diariamente por mí mismo y saber que puedo pensar solo como Dios me hace pensar y actuar solo como Dios me hace actuar. ¿Incluye esto el modo en que pienso acerca de la comunidad o el mundo? Definitivamente.
De alguna manera, la humanidad parece tan paralizada como ese hombre en Capernaum. Un compromiso colectivo con el perdón contribuiría en gran medida a derretir la obstinada resistencia del mundo a las soluciones pacíficas, y todos presenciaríamos más libertad.
