“Era una noche oscura y tormentosa”… literalmente. Yo era estudiante universitaria y estaba acampando en el Distrito de los Lagos en el Norte de Inglaterra con una amiga. El sol se estaba poniendo y se aproximaba una tormenta. Habíamos estado caminando en el bosque alrededor de un lago. Cuando comenzó a llover, nos dirigimos de regreso hacia nuestro campamento, pero cuanto más caminábamos y más vueltas dábamos, más desorientadas estábamos al caer la noche.
Fue en una época anterior a los teléfonos celulares o al GPS. Ambas éramos Científicas Cristianas, acostumbradas a recurrir a Dios en oración. Recordé una sencilla oración de la infancia: “Dondequiera que yo esté, está Dios. Como esto es así, no hay lugar más seguro que por donde voy”.
Mi amiga y yo llegamos a una carretera. Pasaron algunos autos y camiones mientras llovía a cántaros. No era seguro vagar en la oscuridad, así que decidimos hacer señas para que alguien nos llevara en lo que pensábamos que era la dirección del campamento, pero terminamos yendo en la dirección opuesta.
En la Escuela Dominical habíamos leído en la Biblia acerca de personas que habían recurrido a Dios, el Amor divino, en busca de guía y seguridad. Los ejemplos incluían a Moisés, quien guio a los hijos de Israel a través del desierto, y José, quien fue vendido como esclavo y pasó por muchas pruebas, pero siempre confió en Dios y finalmente salvó a toda la región de la hambruna. Y habíamos leído en el Nuevo Testamento acerca de Cristo Jesús y las veces que calmó las tormentas y pasó ileso a través de una multitud enojada.
Esa noche, los pensamientos que necesitábamos no vinieron como un ensayo de las lecciones de la Escuela Dominical, sino más bien como la confiable certeza de que cuidaban de nosotras y no podíamos estar fuera del dominio del Amor divino. Creo que sentimos algo de lo que Mary Baker Eddy, la Descubridora de la Ciencia Cristiana, describió en Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras: “La profundidad, la anchura, la altura, el poder, la majestad y la gloria del Amor infinito llenan todo el espacio. ¡Eso basta!” (pág. 520)
Al pensar en esto ahora, especialmente como madre, me sorprende la protección divina que nos envolvió cuando viajamos con dos conductores de camiones y terminamos durmiendo en un garaje que servía como estación de paso para los camioneros. El hecho de que estuviéramos alertas en oración y esperando el bien nos permitió comunicarnos sin temor y con genuina gratitud hacia aquellos que conocimos. Y ellos respondieron ayudándonos. Los camioneros nos dieron té caliente y los asientos traseros de los coches para dormir y a la mañana siguiente nos ayudaron a encontrar nuestro campamento.
En el mundo de hoy, cuando los refugiados de las guerras, el hambre o el clima se encuentran sin hogar, sin saber dónde está el camino que conducirá a su seguridad y protección, recuerdo este incidente de hace tantos años. Mi historia puede ser pequeña en comparación, no obstante, el Principio rector en el que mi amiga y yo confiamos como mujeres jóvenes está presente para ayudar ahora, como lo estuvo en tiempos bíblicos. La omnipresencia de Dios, el cuidado del Amor que todo lo abraza y la dirección divina de la Mente, están a la mano para consolarnos y liberarnos del temor, así como para abrir el camino incluso en las circunstancias más difíciles.
Jeremías, el profeta, aseguró a aquellos a quienes el rey Nabucodonosor había tomado cautivos de Jerusalén: “Yo sé los planes que tengo para vosotros —declara el Señor— planes de bienestar y no de calamidad, para daros un futuro y una esperanza” (Jeremías 29:11, LBLA). La promesa se cumplió cuando la gente finalmente pudo regresar a su tierra.
La generosidad de los demás a veces puede manifestarse y en los lugares menos esperados. Por ejemplo, vemos esto ilustrado en la historia bíblica de una mujer de Sunem que proporcionaba al profeta Eliseo una habitación y comida cada vez que venía a su comunidad; ella percibió su bondad (véase 2 Reyes 4:8-10).
Una profunda convicción de la bondad de los demás, junto con el discernimiento espiritual, es el fruto del pensamiento espiritual, y es posible gracias a la bondad de Dios, el Espíritu, que todos incluimos. Si nos perdemos en el camino de la vida, giramos a la izquierda en lugar de a la derecha, o nos quedamos atrapados en una rutina, encontramos a mano la sabiduría y la gracia que necesitamos para seguir adelante cuando nos volvemos a Dios.
A veces el temor trata de descarrilarnos: miedo a que nos hagan daño o a no tener una vivienda adecuada; miedo a la enfermedad, privación, edad; temor manifestado como apatía o depresión. Si bien puede parecer que el miedo oscurece las ideas que necesitamos, el pensamiento receptivo a la bondad de Dios discierne las respuestas. Ciencia y Salud afirma: “Desde el comienzo hasta el fin, las Escrituras están llenas de relatos del triunfo del Espíritu, la Mente, sobre la materia. Moisés comprobó el poder de la Mente mediante lo que los hombres llamaron milagros; igual hicieron Josué, Elías y Eliseo. La era cristiana fue introducida con señales y prodigios” (pág. 139). Elías huyó al desierto cuando la reina Jezabel trató de matarlo, y se resignó a morir allí. Pero “un ángel le tocó, y le dijo: Levántate, come”, y continuó su camino con seguridad, percibiendo el poder y el cuidado de Dios como nunca (véase 1 Reyes 19:1-12).
Si en nuestras travesías hay un desvío inesperado, podemos estar seguros de que, al confiar en Dios, el Amor divino, seremos elevados para poder continuar deliberadamente en nuestro camino hacia el Espíritu.
