Estaba de visita en una ciudad que conocía bastante bien, pero una noche al bajarme del tranvía, me sentí desorientada debido a cambios temporales que se hacían en los horarios y vías de transporte público. Decidí preguntarle a un hombre que estaba justo allí y él tomó su teléfono celular y gentilmente intentó señalarme el camino.
De repente, se detuvo otro hombre, quien daba un paseo a su perro, y preguntó si podía ayudar. Cuando se enteró a dónde iba yo, dijo que él iba en esa misma dirección y que podía acompañarme. Acepté y le agradecí al otro hombre. Cuando empecé a caminar al lado de mi nuevo acompañante, me di cuenta de que olía a alcohol y que hablaba lentamente. Sin embargo, no sentí temor. Su comportamiento respetuoso y correcto me motivaron a seguir caminando a su lado.
Me habían educado para alejarme de los extraños, e incluso temerles, y acostumbraba a ver a la gente que toma alcohol como pecadora, separada de Dios, el Amor divino. Pero en lugar de ver a este hombre de esta manera, me di cuenta de que ambos éramos en realidad hijos de Dios que nos estábamos ayudando mutuamente.