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¿Quién es el que peca?

Del número de abril de 1968 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Como una de sus verdades básicas, la Ciencia Cristiana enseña la irrealidad del pecado. El pecado no procede de Dios, por lo tanto, no forma parte del hombre perfecto que Dios ha creado.

El Apóstol Juan declaró (I Juan 3:9): “Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios”. ¿A qué se debe entonces que el pecado aparezca en la escena? ¿Quién es el que peca? ¿No es acaso obvio que sólo puede ser un mortal, el cual no es “nacido de Dios” —, en otras palabras, aquello que es una falsificación del hombre real? Éste es el hombre al cual se refiere el Apóstol Pablo como el “viejo hombre” del cual, nos dice, debemos despojarnos (Efesios 4:22).

La Ciencia Cristiana nos ayuda a establecer una distinción clara entre los dos conceptos acerca del hombre — el real y el irreal — y nos enseña cómo encontrar santidad, paz y armonía por medio del esfuerzo consagrado y del deseo fervoroso de reemplazar el concepto falso del hombre por el verdadero.

En Ciencia y Salud, Mrs. Eddy nos dice (pág. 447): “No se reforma al pecador asegurándole meramente que no puede ser pecador porque no existe el pecado. Para invalidar la pretensión del pecado, tenéis que descubrirla, arrancarle la máscara, señalar la ilusión, y obtener así la victoria sobre el pecado, probando su irrealidad”. Probar la irrealidad del pecado es la demanda que confrontan todos los que sinceramente buscan el conocer a Dios mejor, y éste es el único camino para escapar del sufrimiento que ocasiona el pecado. Es así como aprendemos más acerca de nosotros mismos como verdaderamente los amados hijos de Dios.

Aun cuando los estudiantes de la Ciencia Cristiana reconocen que toda falta de armonía, ya sea física o de otra índole, procede de la manera de pensar errónea o de sugestiones mentales agresivas, al mismo tiempo comprenden que tal manera de pensar no procede de Dios, de la única Mente, la cual es perfecta y eterna, sino que tiene que proceder de la suposición opuesta llamada mente mortal. La mente mortal es, entonces, el pecador.

Muchos de nosotros nos afanamos bajo un sentido agobiador de culpabilidad debido a que nos identificamos con la mente mortal. Este estado mental no promueve el desarrollo espiritual, y para los Científicos Cristianos es una bendición el que se les enseñe cómo debe corregirse la culpabilidad. Mrs. Eddy dice (ibid, pág. 405): “El estar consciente constantemente de obrar mal, tiende a destruir la capacidad de obrar bien”.

En cierta ocasión una estudiante de la Ciencia Cristiana repentinamente, y sin provocación de su parte, fue atacada por un perro muy grande que saltó sobre ella y furiosamente le mordió un brazo. Sintiéndose atemorizada, llamó a una practicista y quejumbrosamente le dijo que tal vez se merecía lo que le había ocurrido, de lo contrario esto no habría pasado. Procedió entonces a enumerar varios errores que había cometido y por los cuales se consideraba culpable, y se preguntaba cuál de ellos sería el que había ocasionado el castigo.

Inmediatamente la practicista reconoció el error de esta manera de pensar y le pidió a la estudiante que pensara en todo momento con toda humildad en la totalidad de Dios y del amor que Él expresaba para ella, en lugar de estar condenándose. La practicista le hizo ver que los ataques brutales a menudo son causados por el magnetismo animal que intenta robarnos nuestra alegría. Le explicó que un sentido de condenación propia sólo añade combustible al fuego del error. La estudiante entonces recordó con cuanta prontitud, a pesar del miedo que experimentara, había afirmado el hecho de que el perro era en realidad una idea menor de Dios, lo que hizo que el animal inmediatamente se alejara de ella. Se sintió entonces agradecida por la verdad que había demostrado. Y el brazo no le molestó más.

Mrs. Eddy hace esta declaración tan útil (No y Sí, pág. 30): “La ley divina alcanza y destruye el mal en virtud de la totalidad de Dios. Dios no necesita conocer el mal que destruye, como tampoco el legislador necesita conocer al criminal que es castigado por la ley que promulga. La ley de Dios se resume en tres palabras: ‘Yo soy Todo’; y esta ley perfecta siempre está presente para rechazar cualquier pretensión de otra ley. Dios se compadece de nuestros dolores con el amor de un Padre para con Su hijo, — no volviéndose humano y conociendo el pecado, o sea la nada, sino borrando nuestra noción de lo que no existe”.

Muchas veces uno puede obtener su liberación de alguna prueba terrenal por la que haya pasado, sin saber qué error específico en el pensamiento haya ocasionado tal prueba. Ello puede deberse a que desenmascarar el error podría ser para nosotros un obstáculo demasiado grande para vencer y el Amor divino no demanda de nosotros más de lo que podemos comprender. Pero el desprenderse en cierta medida de un sentido falso de identidad, nos proporcionará liberación del dolor físico y suplirá nuestra necesidad inmediata. Pablo expone este pensamiento en las siguientes palabras: “No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana; pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar” (I Corintios 10:13). Todo lo que sea necesario saber acerca del error, el Amor divino nos lo revelará. Cuando los pensamientos pecaminosos han sido reconocidos y nos hemos arrepentido de ellos y los hemos abandonado, entonces ningún sentido de condenación es necesario, porque nada queda que merezca ser castigado.

Vemos, entonces, que los pensamientos pecaminosos no son nuestros pensamientos y no se originan en el hombre. Sin embargo, ¡ cuán a menudo los aceptamos como si fueran nuestros en lugar de reconocer que pertenecen sólo a la mente mortal! ¿Aceptamos acaso la necesidad de la enfermedad porque creemos que somos culpables de alguna ofensa, en lugar de negar su realidad? ¿Nos preguntamos “qué he hecho que estoy sufriendo de este dolor físico tan agudo, que estoy tan enfermo, tan pobre, o de tal modo acosado por la pena?”

Sabemos que en la Ciencia no somos, ni nunca hemos sido, pecadores mortales sujetos al castigo de un Dios de venganza. En la medida en que con firmeza reconozcamos este hecho y lo demostremos en nuestra vida diaria expresando más humildad, paciencia, perseverancia, compasión, amor y otras cualidades similares, en lugar de prestarle oídos a la condenación propia, comenzaremos a escuchar la bendición celestial incluida en la parábola de Jesús respecto a los talentos: “Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré” (Mateo 25:23).

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