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Aceptando nuestra filiación

Del número de enero de 1970 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


El nuevo estudiante de la Ciencia Cristiana a menudo pregunta: ¿ Cómo puedo saber que en realidad soy hijo de Dios? Esta pregunta también puede dar qué pensar al Científico Cristiano experimentado.

El primer despertar a lo que es el ser verdadero, es posible que sea algo más que un impulso; puede que sea un profundo anhelo por algo mejor, aun cuando no sepamos qué es. El profeta Isaías debe de haber percibido que en el corazón de los desorientados israelitas había este anhelo de consuelo cuando les aseguró que Dios los cuidaba paternalmente. En Isaías 40:11 leemos: “Como pastor apacentará su rebaño; en su brazo llevará los corderos, y en su seno los llevará; pastoreará suavemente a las recién paridas”.

El amor de Dios que todo lo abarca es descrito en nuestros tiempos como una luz guiadora. En un artículo intitulado Navidad, Mrs. Eddy escribe: “La estrella que tiernamente miraba hacia el pesebre de nuestro Señor, envía su luz resplandeciente a esta hora; la luz de la Verdad para alentar, guiar y bendecir al hombre a medida que éste se esfuerza por alcanzar la idea naciente de la perfección divina que alborea sobre la imperfección humana que calma los temores del hombre, lleva su carga, lo llama a la Verdad y al Amor y a la dulce inmunidad que éstos ofrecen contra el pecado, la enfermedad y la muerte” ( Miscellaneous Writings — Escritos Misceláneos, pág. 320).

El hecho maravilloso de que somos hijos de Dios, perfectos y eternos, entra suavemente en la consciencia humana como “la idea naciente de la perfección divina”. Desde el comienzo está presente para “alentar, guiar y bendecir” porque no está separada de nosotros sino que es nuestro ser espiritual que sale a luz revelando nuestra unidad con Dios. Todos los que siguen la luz de la Verdad encuentran alegría, satisfacción y curación. Algunos están dando sus primeros pasos tentativos en este sendero, en tanto que otros ya tienen sus pies firmemente plantados en él, pero todos están viajando en la misma dirección y se pueden ayudar unos a otros a lo largo del camino.

¿ Cómo pueden comenzar los nuevos estudiantes a encontrar su verdadera filiación en la Ciencia Cristiana? No por medio de una búsqueda casual indiferente, que avanza poco porque pierde los beneficios del estudio de hoy en los afanes del mañana. Tampoco por medio de la aseveración del errado razonamiento humano que sólo capta la letra de la Palabra y no permite advertir su presencia viviente. Más que esto se requiere. En la quietud de la humildad y en la oración sin palabras podemos despertar a la comprensión de la gran herencia que posee el hombre. Entonces se nos hará evidente la convicción de que para progresar espiritualmente es esencial una aceptación sin reservas de lo que constituye nuestra filiación espiritual con Dios.

Quienquiera que arguya que no se siente digno de ser hijo de Dios o que diga que hasta el aspirar a este título sería jactancioso, bien haría en vigilar sus pensamientos, no sea que la renuencia se esté escondiendo detrás de la máscara del demérito. La sinceridad profunda y el esfuerzo sacan a la superficie los errores escondidos y los vencen por medio de la comprensión de que ellos no forman parte de la verdadera naturaleza del hombre. Un corazón contrito que aguarda el amanecer de la realidad con lágrimas de arrepentimiento está listo para ser bendecido. De buen grado descarta el concepto limitado material del ser y trabaja con humildad de acuerdo con la dirección del Amor.

Todos los que siguen el sendero de la Verdad, se dan cuenta con progresiva certeza de que han sido llamados para abandonar tanto el engañoso concepto que declara que se puede vivir separado de Dios, como el sistema caprichoso de depender de los propios esfuerzos para triunfar. Entonces se vuelven suavemente, pero con firmeza, a la fuente divina en busca de inspiración y dirección. Puede que le sea más difícil dar este primer paso a aquel de cuya moral se tenga un alto concepto, que a aquel que evidentemente es un pecador. El orgullo latente, al igual que una maleza pertinaz, puede extender sus raíces bajo la superficie. A menudo los mortales se aferran a su ego falso que ellos mismos fomentan hasta que, obligados por el sufrimiento, comienzan a buscar por todas partes la salud y la felicidad.

Cuando “la idea naciente de la perfección divina” alborea en la consciencia, necesita de tierna protección y del calor del amor para mantenerla a salvo. Con el mismo gozo con que el pastor de la parábola de Cristo Jesús llevó en sus hombros de vuelta al redil la oveja que se había perdido, así también nosotros tenemos que llevar “la idea naciente” en nuestros corazones y regocijarnos en ella. Si alimentamos este pensamiento naciente con la palabra de la Verdad, si lo abrigamos y mantenemos sin mácula de las ambiciones mundanas, crecerá gracias a su propia vitalidad.

Reflexionemos profundamente acerca de lo que significa ser hijos que escuchan la voz del Padre, que están siempre ante Su presencia. Como reflejo del Espíritu, somos hijos de un solo Padre celestial; todos somos hermanos. Existe un firme vínculo entre nosotros. Pablo lo sabía cuando pidió a los efesios que guardaran “la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz”, agregando “hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto; a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Efesios 4:3, 13).

Con esta meta ante nosotros nos regocijamos de que la verdad acerca del ser espiritual del hombre está aquí para ser descubierta y aceptada por todos. Cada uno de nosotros al esforzarse “por alcanzar la idea naciente de la perfección divina” encontrará que ella “calma los temores del hombre, lleva su carga, lo llama a la Verdad y al Amor y a la dulce inmunidad que éstos ofrecen contra el pecado, la enfermedad y la muerte”.

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