—¡Cuánto me gustaría saber remontar una cometa! — dijo Martín, mientras miraba a los chicos grandes divirtiéndose en el campo baldío que había cerca de su casa. Brillantes cometas de colores — azules, rojas, blancas — parecían revolotear como enormes mariposas.
—¿Te gustaría aprender a hacerlo, Martín? — le preguntó su abuelita.
—¡Claro que sí! — contestó el pequeñito —. Pero no tengo una cometa ni nadie que me ayude a construir una. A menos que... — agregó esperanzado mirando a su abuelita.
Los ojos de la abuela brillaron. “Manos a la obra”, le dijo. Y juntos entraron en la amplia cocina de la casa; en el aire aún se podían percibir chispazos de ese olor tan hogareño a pan casero.
Buscaron papel grueso, madera, tijeras, pegamento, piolín y cordel. La abuela le mostró a Martín cómo construir el armazón con pedazos de madera. Luego con la ayuda de la abuela, Martín cortó con cuidado el papel y lo pegó. Martín estaba sorprendido de que la cometa tomara forma tan rápido. Finalmente, mientras la abuela le ponía el cordel al armazón, Martín cortó algunas corbatas viejas que le dio su papá para hacer la cola.
Pronto la alegre sinfonía de papel de colores estuvo lista. Una preciosa cometa amarilla y verde, tan brillante a los ojos de Martín como el lucero del alba, y salieron a remontarla.
Martín corría presuroso con el ovillo de piolín en la mano, y la cometa volaba alto detrás de él; tan alto que el piolín parecía canturrear de entusiasmo.
—¿Sabes, Martín, que las personas nos parecemos a las cometas? — le dijo la abuela, mientras observaban cómo maniobraba la cometa —. Estamos hechos para hacer volar nuestro pensamiento para remontarnos bien alto en el aire tibio.
Martín no apartaba la mirada de su cometa que parecía bailar con el viento. Tiraba con fuerza, se hinchaba, y hacía girar su brillante cola de corbatas a la luz del sol de verano.
Se sentía como en casa arriba en el cielo.
A Martín le gustó lo que le había dicho su abuelita. Pensó cuánto la quería y eso lo hizo sentir tan libre y liviano como su cometa.
Entonces pensó en el amor que Dios tiene por ellos dos, ahí mismo donde jugaban con el viento y remontaban la cometa. Somos tan felices en el amor de Dios, como la cometa en el viento, pensó. Martín y la abuela observaron cómo la mancha amarilla y verde bailaba en el viento, bien alto por encima de él.
— Los pensamientos buenos y felices nos elevan como se remonta mi cometa — dijo Martín —. Pero los pensamientos tristes nos pesan y no nos dejan levantarnos del suelo.
La abuela sonrió. Entonces los dos corrieron juntos sobre la hierba, felices mientras la cometa parecía seguirlos desde el aire como una mariposa juguetona.