—¿Estás lista? — me preguntó Papá.
Me aferré bien fuerte a las empuñaduras plateadas de la bicicleta y traté de mantener el equilibrio sobre el asiento de resortes.
— No voy a poder — dije con voz temblorosa. Ante mí se extendía un prado lleno de pozos, de subidas y bajadas. Debajo de mí, una bici sin rueditas de seguridad se movía como una culebra. Esto no me gustaba para nada.
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