La Navidad del año pasado me trajo un sentido renovado de lo que significa celebrar estas fechas. Sucedió que mi hija trajo una tarea a casa donde se le pedía escribir sobre alguna tradición navideña de nuestra familia. Cuando nos sentamos a pensar cuáles eran nuestras tradiciones al principio lo único que me venía a la mente eran dos cosas. Número uno: gastar mucho dinero en regalitos; y número dos: comer demasiado. Pero me di cuenta de que el maestro estaba buscando una descripción de tradiciones culturales, como los pesebres, los arbolitos de Navidad, las decoraciones con luces y adornos propios de la época.
Como es natural, nuestra familia también celebra estas fiestas con esas tradiciones, pero pronto percibí que hacía ya muchos años que estábamos tratando de profundizar, o sea, espiritualizar nuestro concepto de la Navidad. Habíamos refrenado el impulso de entrar en un estado de frenesí con las tiendas y el tráfico, o en la casa. Ya no estábamos tan interesados en participar de las cosas que caracterizan la época navideña en la actualidad. Habíamos empezado a celebrarla cada vez más espiritualmente. Siempre teniendo en cuenta cuál era la misión de Cristo Jesús, y también haciéndonos la pregunta: ¿qué debería hacer yo en estas navidades para sinceramente merecerme el gran privilegio de llamarme cristiana?
Aquella noche en mi hogar esa muchacha pudo sentir cómo el Cristo bendice al hombre.
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