Cuando uno se para en la cima del Monte San Jacinto de más De 3000 metros, en el sur de California, a veces puede ver de cerca a las águilas doradas cruzando el cielo con toda libertad. La misma corriente de aire fresco que las hace avanzar lo envuelve a uno, renovando nuestras fuerzas después del largo ascenso hasta la cima.
Ese vuelo águila y el paso del viento sugieren algo maravilloso. Sugieren algo más que la grandeza de la naturaleza; algo que va más allá de las alas, la corriente y las alturas. Dan una idea del impulso del Cristo, el mensaje del amor que Dios tiene por la humanidad. El paso de este Cristo es renovador e inigualable.
Pero, si bien el águila y la brisa sólo pasan velozmente por el espacio, el Cristo atraviesa el espacio y el tiempo para llegar a la gente que necesita ayuda allí donde se encuentre, sea el momento que fuere. El Cristo es la idea inmortal de Dios, la verdad intemporal que Jesús representó y que tan brillantemente demostró en su ministerio sanador. Sin embargo, esa idea de Dios no estaba confinada a Jesús. No podría haberlo estado, puesto que el Cristo está siempre presente y activo, sanando, salvando y redimiendo perpetuamente a la humanidad.
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