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Fueron protegidos

Del número de mayo de 2009 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Hace un par de veranos pasamos unos días con mi esposo en casa de mi mamá, en su parcela en el sur de Chile, a escasos kilómetros del pueblo de Santa Bárbara. Un día decidimos salir de paseo junto a mis tres sobrinos de 18, 13 y 9 años y nos adentramos en una zona cercana a la cordillera donde habitan comunidades indígenas.

Estas personas han sido por muchos años los únicos pobladores de ese hermoso y ancestral lugar. Desde el inicio de nuestra aventura fuimos disfrutando de las maravillas del paisaje y deteniéndonos a tomar fotografías de aquellas verdaderas postales. En el trayecto, tuvimos que detenernos ante la comisaría de la policía fronteriza para registrar nuestros nombres e indicar a dónde íbamos y a qué hora regresaríamos. El policía nos indicó hasta donde podíamos llegar puesto que el camino para vehículos terminaba pasando por la comunidad indígena pehuenche.

Hasta ese momento todo marchaba bien y continuábamos nuestra aventura sin inconvenientes. Sin embargo, de pronto dos hombres montados a caballo se nos acercaron sin decirnos nada, pero notamos que nos observaban sin moverse de nuestro lado, viendo cómo tomábamos fotos y hacíamos comentarios de lo grandioso del lugar: de imponentes y altísimas montañas, de la cantidad de árboles y arbustos nativos, de todo cuanto hablaba de tantos años, de tantos testigos silenciosos de nuestra historia. A lo lejos, podíamos ver a través de los binoculares las ancestrales araucarias, árboles autóctonos chilenos que tardan muchos años en alcanzar la altura y madurez suficientes para dar su fruto tan preciado, "el piñón". Todo nos hablaba de la majestuosidad de la creación, e invitaba a una silenciosa contemplación.

Cuando ya estábamos dentro de nuestra camioneta dispuestos a regresar a casa, un hombre a caballo se nos adelantó a gran velocidad por un costado y llegando a un extremo, inició una carrera en dirección a nosotros, obligándonos a detenernos. Luego, atravesándose delante de la camioneta, puso su pie encima del capó, y amenazándonos con un palo semejante a un bate de béisbol, nos instó a bajarnos para hablar, gritando todo tipo de ofensas, diciéndonos que iba a llamar a unos parientes para apalearnos a nosotros y a la camioneta.

Los niños, mi esposo y yo estábamos aterrados. Era fácil darse cuenta de sus intenciones, además de ver que estaba en estado de ebriedad.

Al tratar de calmar a los niños y a mí misma, lo único que me vino al pensamiento fue el Padre Nuestro. No obstante, era tanto el nerviosismo que sentía, que no podía recordar más allá de "Padre Nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre" (Mateo 6:9). Así que sólo repetí esa frase, procurando aferrarme a una verdad que nos salvaría de una inminente golpiza. Continué en esta oración cuando me vino este pensamiento: "Él también es hijo de Dios". Al instante se me fue todo el miedo; fue como si nunca hubiera tenido temor en esa situación. Me sobrevino una tranquilidad muy grande.

No me di cuenta cuándo abrí la puerta y me paré en el estribo del coche con todo el cuerpo afuera. En esa posición comencé por pedirle que nos dejara ir, que los niños estaban asustados, que no teníamos ninguna mala intención y que sólo queríamos pasear y admirar el lugar. Él, sin embargo, nos gritaba, insultándonos por estar sin permiso de ellos en "su tierra'" Nos decía que unos empresarios intentaron comprarles sus terrenos para construir una planta geotérmica, pero que ellos estaban dispuestos a todo, incluso a luchar por defender lo que consideraban propio. Ocurría también que en esa zona el gobierno ya había expropiado tierras para construir represas y había movido a otros lugares parte de la población pehuenche.

Yo insistía en que nos dejara ir y le ofrecí disculpas por haberlo ofendido al haber entrado a ese lugar sin el debido permiso. También le expliqué que no sabíamos nada acerca de lo que ellos estaban pasando. Le pregunté si creía en Dios y me dijo que sí. Me preguntó si yo también creía en Dios y le contesté afirmativamente. Entonces le dije que yo estaba segura de que a Dios no le gustaba este tipo de cosas; que a Dios no le agrada la violencia porque somos Sus hijos y no podemos estar peleándonos.

Él empezó a tranquilizarse y me dijo que él era bueno, a lo que le contesté que yo sabía que, como hijo de Dios, él era bueno. Allí le comenté que no teníamos ninguna intención de hacerle daño y que, por favor, nos dejara pasar. Se calmó y hasta comenzó a disculparse por las palabras groseras, permitiéndonos, por último, retirarnos tranquilamente y volver a casa.

En el camino de regreso, había un gran silencio entre nosotros, que se rompió con mi llanto, mezcla de alivio y tristeza, puesto que escuché y sentí en aquel hombre el clamor de la historia indígena de todos los pueblos nativos del mundo. En aquel instante sentí que era necesario orar por ellos y me vino al pensamiento lo que dicen las Escrituras: "Dios no hace acepción de personas" (Hechos 10:34).

Me di cuenta de que para Dios todos somos Sus hijos, todos iguales, con los mismos derechos. Para Él no existen las razas, ni las clases sociales, ni lugares mejores que otros. Todo le pertenece a Dios y todos somos hermanos, compartiendo al mismo Padre-Madre. Mis sobrinos, mi esposo y yo sentimos una enorme gratitud por la protección que todos recibimos, incluso ese hombre.

Esta experiencia fue una gran demostración de cómo la Ciencia Cristiana nos da las herramientas para defendernos; a veces puede que sean las palabras de una poderosa oración, las que nos dan convicción y poder para sanar.


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