Hace un par de veranos pasamos unos días con mi esposo en casa de mi mamá, en su parcela en el sur de Chile, a escasos kilómetros del pueblo de Santa Bárbara. Un día decidimos salir de paseo junto a mis tres sobrinos de 18, 13 y 9 años y nos adentramos en una zona cercana a la cordillera donde habitan comunidades indígenas.
Estas personas han sido por muchos años los únicos pobladores de ese hermoso y ancestral lugar. Desde el inicio de nuestra aventura fuimos disfrutando de las maravillas del paisaje y deteniéndonos a tomar fotografías de aquellas verdaderas postales. En el trayecto, tuvimos que detenernos ante la comisaría de la policía fronteriza para registrar nuestros nombres e indicar a dónde íbamos y a qué hora regresaríamos. El policía nos indicó hasta donde podíamos llegar puesto que el camino para vehículos terminaba pasando por la comunidad indígena pehuenche.
Hasta ese momento todo marchaba bien y continuábamos nuestra aventura sin inconvenientes. Sin embargo, de pronto dos hombres montados a caballo se nos acercaron sin decirnos nada, pero notamos que nos observaban sin moverse de nuestro lado, viendo cómo tomábamos fotos y hacíamos comentarios de lo grandioso del lugar: de imponentes y altísimas montañas, de la cantidad de árboles y arbustos nativos, de todo cuanto hablaba de tantos años, de tantos testigos silenciosos de nuestra historia. A lo lejos, podíamos ver a través de los binoculares las ancestrales araucarias, árboles autóctonos chilenos que tardan muchos años en alcanzar la altura y madurez suficientes para dar su fruto tan preciado, "el piñón". Todo nos hablaba de la majestuosidad de la creación, e invitaba a una silenciosa contemplación.
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