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Bienvenida

Identidad y valía

Del número de mayo de 2009 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Cuando estamos seguros de quiénes somos sabemos cuánto valemos.

Pero a menudo puede que pensemos que somos lo que hacemos o lo que tenemos en términos monetarios. Decimos “soy contador”, o “soy electricista”, o “soy terratenient, o “soy pobre”. Y entonces nos sentimos sujetos a lo que hacemos o tenemos, porque pensamos que eso identifica nuestro ser.

En esta época en que los trabajadores de empresas han dejado de tener esa promesa de empleo seguro o que muchas inversiones han caído a valores no vistos desde hace décadas, es imperativo que nos cuestionemos si hemos de seguir asociando nuestro valor intrínseco con los vaivenes de los mercados laborales o financieros. Porque si no lo hacemos, corremos el riesgo de llegar a pensar que no valemos nada, lo que está muy lejos de la verdad.

Lo importante aquí es encontrar cuál es la fuente que constituye nuestro valor intrínseco, porque cuando encontramos esta fuente encontramos nuestra valía.

Lo que es intrínseco no lo adquirimos, lo poseemos desde siempre. La capacidad de pensar, de comprender, de imaginar; la capacidad de amar sin esperar nada a cambio, de alegrarnos con los demás; la capacidad de desear y esperar lo bueno y aun la capacidad de poder sanarnos recurriendo a Dios, todo esto ya es parte de nuestra constitución espiritual. Y tiene su fuente de origen.

Esta fuente de valores esenciales, intrínsecos, es divina. La Biblia, que nos presenta la influencia benéfica de Dios en la humanidad desde hace unos cuatro mil años, contiene ideas que aún hoy tienen vigencia. Un famosa personaje bíblico, el rey David, debe haber tenido una vislumbre de su valía cuando clama a Dios: “¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites? Le has hecho poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra. Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies”. (Salmo 8: 4-6)

El hecho es que somos más que el trabajo que tenemos o que las entradas monetarias que poseemos. La fuente de nuestra valía trasciende ciclos económicos, puntos geográficos o herencias familiares. Esta fuente trascendental y divina nos ha hecho a cada uno de nosotros de un valor único por ser Su imagen y semejanza.

Si bien el nombre de Dios no parece ocupar el primer plano en el interés general de muchas culturas, y parece imperar una apatía y hasta una resistencia a considerar a Dios como una influencia eficaz en la vida, eso no afecta Su naturaleza, poder ni actividad.

Dios permanece como el Principio invariable del hombre y el universo, como el Amor que redime y sana a la humanidad, según lo podrá ver en este número de El Heraldo en sus artículos y relatos de curaciones.

Y a todos nosotros, como hijos de Su creación, nos ha dado el poder espiritual de “señorear sobre las obras de [Sus] manos”, un poder que es practicable en nuestras labores diarias y en nuestra salud. Puesto que ahora mismo nuestra identidad verdadera está vinculada por la ley divina a este Principio bueno, infinito e inamovible, todos podemos estar confiados en que Él mantiene nuestra valía intacta frente a toda circunstancia, y es la fuente de nuestro ser.

Con afecto,

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