Una mañana, hace dos años, salí a correr por Nueva Delhi antes de que hubiera mucho tráfico. Tenía pensado recorrer cinco kilómetros y, para no perderme, regresar por la misma ruta.
Pero unos perros callejeros alteraron mis planes, pues, dominando las calles secundarias a las 6 de la mañana reconocieron de inmediato que yo era un visitante. En un momento dado, varios de ellos se pusieron a perseguirme, ladrando y convocando a otros amigos caninos. No tuve mayor problema en pasarlos la primera vez; simplemente corrí más rápido. Pero al regresar tuve que elegir entre los perros o perderme regresando por otro camino.
Comencé a orar pidiendo ayuda a Dios y decidir qué camino tomar, entonces alcancé a una persona de la calle (una de los millones que hay en India), que iba en mi misma dirección. Caminé al mismo ritmo que él y le expliqué que por un tramo me mantendría a su lado debido a mi encuentro con los perros. Él no hablaba inglés y yo no hablaba hindi. Dudo que una persona blanca haya hablado con él antes, menos aún vestida con equipo para correr. Pienso que no tenía idea de por qué busqué su compañía, pero muy cordialmente me acompañó al pasar junto a los perros, quienes, en esta oportunidad, no mostraron ni el más mínimo interés en mí. Después de esas cuadras, le di gracias a mi anfitrión y continué corriendo.
Iniciar sesión para ver esta página
Para tener acceso total a los Heraldos, active una cuenta usando su suscripción impresa del Heraldo ¡o suscríbase hoy a JSH-Online!