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Nuestro derecho de nacimiento

Del número de octubre de 2013 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Al buscar en el diccionario la palabra derecho, me llamó la atención que existen, entre otros, el derecho penal, el derecho civil, el derecho de autor. Incluso existe el “derecho al pataleo”. Sin embargo, en ningún lado se habla del derecho a progresar, del derecho a ser sanos y felices, del derecho a la justicia.

Siempre que alguien está bien de salud o progresa en la vida, la gente dice que tiene suerte. Como si estos derechos fueran privilegios que el Amor divino otorga tan solo a unos pocos. Pero Dios creó a todos Sus hijos con los mismos derechos de gozar de buena salud y de tener una vida digna.

Es el entendimiento de nuestra relación inalterable con el Espíritu lo que abre el camino para que reclamemos estos derechos y nos libremos de las limitaciones y sufrimientos que nos impone el pensamiento mortal, con sus falsas creencias en el pecado y la enfermedad. Dios nos ha dado el derecho de rebelarnos contra todas las creencias falsas y contemplar nuestra vida diaria desde una perspectiva espiritual.

Pienso que tendríamos que recurrir siempre al “derecho” que Dios nos ha dado de oponernos enérgicamente a todo pensamiento que nos quiera convencer de que el mal, cualquiera sea su forma, está en control de nuestra vida o es más poderoso que Dios. 

Podemos incluso extender esta enérgica protesta para contribuir a solucionar los males que en tanta diversidad de formas aquejan a la humanidad. La tecnología moderna ha puesto “al resto del mundo” en la esquina de nuestra casa. Las personas que sufren agresión e injusticia, tornados e inundaciones, pobreza y enfermedad, son nuestros vecinos. Y nosotros podemos hacer algo para ayudarlos. Podemos orar y cambiar esos cuadros de destrucción, pobreza e injusticia social en nuestra propia consciencia.

Quizás pienses: “¿Pero qué pueden hacer mi oración y mi pensamiento ante problemas de tal magnitud?” Y la respuesta es: “Mucho”. Imagínate si todos oráramos reconociendo la presencia y el poder infinitos de Dios; si tuviéramos la certeza absoluta de que el Principio divino está gobernando nuestra vida y la de todos los demás con armonía, justicia y paz. Cambiaríamos el mundo.


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