¡Una ciudad de nueve millones de habitantes! Me pregunto cuánta gente pensará dos veces antes de ir a una zona que le es desconocida, o tendrá temor de perderse en el camino o que la asalten.
Cuando veo por televisión imágenes que me infunden un sentido de inseguridad de la ciudad en que vivimos, busco refugio en los pasajes inspirados de la Biblia, que nos muestran que Dios es el poder que gobierna y cuida de todos nosotros. Uno de mis favoritos es: “Fíate del Señor de todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia. Reconócelo en todos tus caminos, y él enderezará tus veredas” (véase Proverbios 3: 5, 6).
Es natural que todos los ciudadanos deseemos vivir en paz y concordia, respetándonos y ayudándonos unos a otros. La amabilidad, cordialidad y respeto, son cualidades que apreciamos en nuestro contacto diario con vecinos, amigos y desconocidos. Son cualidades valiosas porque no sólo al expresarlas sino al verlas en los demás, nos hacen sentir seguros. Es importante, sin embargo, reconocer que se originan en el amor inquebrantable que Dios tiene por todos nosotros.
Mary Baker Eddy, Descubridora y Fundadora de la Ciencia Cristiana alerta al lector: “Nuestra seguridad está en nuestra confianza de que somos realmente moradores en la Verdad y el Amor, la mansión eterna del hombre” (Pulpit and Press, pág. 3)
Esta idea de morar en Dios, el Amor, fue muy valiosa cuando hace poco fui invitado a un concierto que tendría lugar en el centro cultural de una zona de mi ciudad a la cual nunca había ido antes.
Por lo general, las áreas más populosas tienen fama de inseguras, pero confiado en el cuidado y guía de Dios decidí ir en metro (subterráneo), lo que tomaría alrededor de una hora. Para mí era un viaje rumbo a lo desconocido y no sabía qué tan lejos de mi casa estaba. Aunque me habían dado las señas generales de la ubicación, inicialmente tomé un camino equivocado.
Por un momento me sentí inseguro, pues estaba en territorio que no me era familiar. Allí es donde esta idea de que moraba en la Verdad y el Amor vino en mi ayuda. No solamente la apliqué para mí, sino para todos los que se presentaban en mi camino. Esto me permitió ver a todos como hijos e hijas de Dios, expresando honestidad y amabilidad.
Oré para ser guiado a preguntar a alguien que me pareció confiable y obtuve la información para continuar mi recorrido. Pronto estuve en mi ruta correcta. Sin embargo, me pasé del lugar que debía ir, y de repente me encontré en una calle muy solitaria en donde sólo había un taller mecánico. Sobreponiéndome a la tendencia de juzgar a mis conciudadanos por su aspecto físico o vestimenta, me acerqué a preguntar y muy amables los hombres del taller y otras personas me guiaron hasta mi destino.
Pude ver a todos como hijos e hijas de Dios, expresando honestidad y amabilidad.
Sentí una enorme gratitud a Dios por la bondad que había encontrado, y llegué oportunamente al concierto. Pude disfrutar de la actuación y charlar un poco con la artista que me había invitado, felicitándola por su trabajo. Incluso me quedé un poco más para escuchar un par de números que interpretó la orquesta que venía anunciada en el siguiente concierto.
Me alegró comprobar que pude encontrar respeto y cortesía en los recorridos de ida y vuelta en el metro, contrario a la creencia de que esas cualidades no siempre se hallan al tomar este medio de transporte.
Todos podemos apoyarnos en Dios, quien nos provee de las ideas necesarias y de la confianza para que podamos convivir sin temor en nuestras poblaciones, ya sea en un sencillo pueblo o en la megalópolis.
México, DF
