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“Bendíceme también a mí, padre mío”

Del número de febrero de 2013 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana

Original en alemán


 Cuando veo las noticias y escucho o leo sobre actos de odio, violencia, venganza y terror, a menudo me pregunto qué puedo hacer yo para que se produzcan actos de reconciliación. La historia bíblica de Jacob y Esaú me resulta útil en este sentido. Estos mellizos vivieron hace unos 3500 o 4000 años en lo que es actualmente Medio Oriente. Jacob engañó a Esaú cuando hizo que le vendiera su primogenitura a cambio de un guisado de lentejas. Luego, Jacob se hizo pasar por Esaú para que su padre, Isaac, que estaba ciego, le diera la bendición que le correspondía a Esaú, quien por haber nacido primero de acuerdo con la tradición de esa época debía recibir esta bendición. La Biblia nos dice: “Y Esaú respondió a su padre: ¿No tienes más que una sola bendición, padre mío? Bendíceme también a mí, padre mío. Y alzó Esaú su voz, y lloró” (Génesis 27:38). Esta profunda tristeza de sentirse traicionado, menos amado, menos digno, se transformó en una tierra fértil de pensamientos llenos de odio que pronto se manifestaron como maquinaciones asesinas.

Esaú planeaba matar a su hermano. Sin embargo, la historia tiene un final feliz porque años más tarde los dos se reconciliaron. Cuando me pregunto qué puedo aprender de esta historia para que hoy pueda existir la reconciliación donde la injusticia, la traición, la maldad, los sentimientos heridos, el odio y el temor parecen dominar el pensamiento, el lamento de “Bendíceme también a mí, padre mío”, hace eco en mis oídos. 

Antes de sentir odio, Esaú había tenido el deseo de ser bendecido. ¿Por qué es tan importante ser bendecido? En la época de los patriarcas, la bendición de un padre era la base del éxito, la provisión y el prestigio porque el hijo primogénito heredaba la mayor parte de las posesiones del padre. 

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