¿Has tenido alguna vez que detenerte por el paso de un tren? Allí te tienes que quedar, sentado en tu automóvil esperando y viendo pasar una hilera interminable de vagones. Pero por más frustrante que sea esa espera, hay algo que sabes muy bien acerca de ese tren: en algún momento terminará de pasar. Por más que tome cinco, quince minutos, o más, sabes con toda certeza que vas a cruzar esas vías. Y mientras esperas, hay muchas cosas que puedes hacer. En silencio, con persistencia y compasión, puedes orar por ti mismo, por tu familia, por tus vecinos, hasta por el mundo.
Como todos sabemos, el mundo no se acabó a fines de diciembre de 2012, a pesar de lo que predecía la comúnmente llamada profecía Maya, basada en siglos de cálculos antiguos. Tampoco había garantía alguna de que la profecía se fuera a cumplir.
No obstante, hay algo que en gran parte sí terminó, y cada día está llegando más y más a su fin. Me refiero al mal, al error, en todas las formas con que delante de la humanidad se pavonea en forma de odio, guerra, miseria, enfermedad, pecado, incluso la muerte. Y este fin es una promesa garantizada de la ley divina. Como lo reconoció el Salmista: “han perecido; han quedado desolados para siempre” (Salmos 9:6).
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