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Una lección de la Vía Láctea

Del número de febrero de 2013 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Punta Indio es una pequeña localidad al sur de Buenos Aires que, a orillas del Río de la Plata, ha mantenido su carácter agreste durante los años. En los muchos meses de verano que allí solía pasar nunca me cansé de apreciar las noches sin luna en que la sola luz de las estrellas era suficiente para iluminar el paisaje. En muy pocos lugares he visto la Vía Láctea abrazar el cielo tan claramente como en ese lugar.

Siempre me ha quedado grabada esa franja de nuestra galaxia que como un brazo resplandeciente guarda la noche. Esta ha sido para mí una señal de que estamos invariablemente abrazados por la luz y no por la oscuridad. Con el tiempo me he venido dando cuenta de que este abrazo de luz que más y más necesitamos no es meramente físico, sino que es de una luz de esperanza y de liberación de limitaciones.

La Biblia es bien directa cuando dice: “El eterno Dios es tu refugio, y acá abajo los brazos eternos” (Deut. 33:27). ¿Quién sino Dios, el Principio de toda vida, puede abarcar y emanar la luz que disipa la oscuridad de temores y dudas que parecieran afectar no tanto lo que vemos sino lo que pensamos y sentimos?

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