Todo el que ha encontrado una vida más abundante en Cristo naturalmente desea que otros experimenten esa bendición. Así que constantemente surge la pregunta: “¿Cuál es la mejor manera de alcanzar un mayor conocimiento del amor y el poder sanador de Dios?”
En la que a veces se denomina “la parábola de los suelos”, Jesús habla sobre los escasos resultados que se logran cuando las semillas se esparcen en una tierra que no puede sostenerlas. Es bueno considerar cuándo y cómo compartir la palabra de Dios con los demás. Incluso puede que sea más importante cuidar bien el “suelo” de nuestro propio pensamiento para que cuando la compartimos dé buenos frutos.
En 1916 una iglesia de la Ciencia Cristiana en California le pidió a un miembro joven llamado Julian Alco que comenzara a trabajar de capellán en la gran prisión estatal de San Quintín, labor que ya estaba haciendo en otras instituciones de la ciudad y el condado. Él tenía mucho entusiasmo, pero los funcionarios de la prisión rechazaron su solicitud. Sólo le permitieron hacer visitas comunes —ver a un interno a la semana durante 30 minutos— aunque 50 hombres estaban pidiendo reunirse con él.
Todos los sábados, Alco llegaba a San Quintín a las 8:00 de la mañana. Después de visitar a un interno, salía por el portón de la prisión y se sentaba en un banco hasta fines de la tarde. Continuó haciendo esto durante casi un año y medio. Él recordaba: “Un día pareció como que el muro de Jericó se derrumbó, y me encontré adentro de la prisión entrevistando prácticamente a todos los internos que me era posible. Con un sincero aprecio me di cuenta de la sabiduría de no haber podido hacer todo lo que quería cuando llegué por primera vez a la prisión, y descubrí que era mejor prepararse y estar listo para hacer este trabajo. … Mientras estaba sentado en aquel banco, aprendí muchas lecciones valiosas sobre lo que significa ser paciente y humilde” (Julian Alco reminiscences, Field Collection of The Mother Church, The Mary Baker Eddy Library, p. 20 [Part 1 of 2]).
Jesús habló de la pequeña semilla de mostaza que crece hasta ser un árbol grande donde se refugian muchas aves. Esa pequeña semilla puede ser el humilde deseo de ser un sanador —aquel que al sanar convence a otros de la realidad y el amor de Dios, como Jesús mismo hizo. En un artículo titulado “El camino”, Mary Baker Eddy explica cómo el deseo de sanar llega a dar frutos a través de tres etapas: el conocimiento de sí mismo, la humildad y el amor (Escritos Misceláneos 1883–1896, pág. 355).
Para mí, la experiencia de Alco ilustra esto en cierto grado. Él llegó a comprender que si no lograba entrar en la prisión mediante lo que podía demostrar, tampoco podría ayudar a los demás a salir de la prisión sin el mismo desarrollo espiritual. Tal vez fue este mismo conocimiento de sí mismo, y la paciente humildad de enriquecer su propio “suelo” aquellos días que pasó sentado en el banco, lo que llegó a transformarse en un amor tan grande que muchos años después lo llevó a afirmar, “nadie está demasiado enfermo, ni es lo suficientemente malo, ni está tan alejado como para no poder recibir ayuda espiritual”.
El crecimiento espiritual produce el fruto de la curación. Es así como crece el jardín del Cristo.
