Cuando cursaba el tercer año en la universidad, decidí abrir con dos amigos una agencia de publicidad. Muy pronto me di cuenta de que a veces el tiempo no me alcanzaba para hacer las dos cosas, mis estudios y la agencia. Una semana en particular, como que todo se me juntó y se transformó en una carga enorme.
Estuve bastante preocupada hasta que me di cuenta de que podía orar por esto. Casi de inmediato recordé una frase de la Biblia que dice: “Estad quietos, y conoced que yo soy Dios” (Salmos 46:10). Esta idea me tranquilizó porque comprendí que no estaba sola. Pensar que debía estar quieta no significaba que yo no iba a hacer nada. Simplemente tenía que confiar en que Dios me guiaría a hacer todo con sabiduría, que el Amor divino es un poder que puede resolverlo todo, y que está a nuestro alcance y es demostrable.
Cuando sentía la tentación de preocuparme recordaba ese pasaje de la Biblia, y se fortalecía mi certeza de que todo estaba bajo el control de Dios. Como resultado, algo genial pasó esa semana. Las cosas se fueron acomodando solas y al término de esos días había cumplido con todas mis obligaciones sin que hubiera planificado ni controlado nada, y todo salió bien.
Podía confiar en que Dios me guiaría a hacer todo con sabiduría, que el Amor divino es un poder que puede resolverlo todo.
Yo asistí a la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana desde niña. Allí aprendí a recurrir a Dios cuando tenía miedo. Una curación que tuve ocurrió un día que estaba jugando en el jardín de mi casa y me empezó a doler el estómago. Otras veces, mi abuelita me daba un té o algo para calmarme el dolor. Pero esta vez recordé que en la Escuela Dominical habíamos hablado de que Dios era una ayuda siempre presente y que había hecho todo bueno. Cerré los ojos y pensé: “Dios me ha hecho armoniosa, y nada puede cambiar eso”. Me vino una gran sensación de paz. Me di cuenta de que si Dios había hecho que yo estuviera bien, nada, absolutamente nada, podía cambiar eso. En ese instante, desapareció el dolor de estómago, y seguí jugando en el jardín el resto de la mañana. La molestia jamás volvió.
En otra ocasión, cuando tenía 12 años, esta confianza en Dios me protegió. Un día regresaba de la casa de una amiga, cruzando por un descampado, cuando escuché los ladridos de un perro, y pronto me di cuenta de que venía gruñendo hacia mí. Para ahuyentarlo le tiré una piedra, pero el perro se enfureció más. Yo tenía mucho miedo. No había nadie a quien pedirle ayuda. Entonces me di cuenta de que podía orar.
Recordé que en la Escuela Dominical había escuchado decir que todas las criaturas de Dios son buenas, pues Él creó todo bueno. En Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, Mary Baker Eddy escribe: “Todas las criaturas de Dios moviéndose en la armonía de la Ciencia son inofensivas, útiles, indestructibles” (pág. 514). Entonces se lo dije al perro en voz alta: “Dios nos ha creado a ti y a mí; así que no puedes hacerme daño”. Inmediatamente el perro dejó de gruñir, dio media vuelta y se fue. Yo seguí caminando muy tranquila y agradecida, pues la respuesta fue inmediata.
La Ciencia Cristiana me ha enseñado que siempre puedo contar con Dios.
