Siempre me ha gustado la historia en la Biblia cuando Jesús sana al leproso. Dice así: “Vino a él un leproso, rogándole; e hincada la rodilla, le dijo: Si quieres, puedes limpiarme. Y Jesús, teniendo misericordia de él, extendió la mano y le tocó, y le dijo: Quiero, sé limpio. Y así que él hubo hablado, al instante la lepra se fue de aquél, y quedó limpio” (Marcos 1:40-42).
Es sorprendente ver cómo una historia tan breve puede enseñar tan importantes lecciones. Una es la humildad que mostró el leproso al acercarse a Jesús. También su total certeza en el poder del Cristo que lo impulsa a pedir al Maestro ser limpiado. Y por otro lado, está Jesús, quien no sólo siente compasión por este hombre, sino que contrario a lo que cualquier otra persona hubiera hecho, pues en aquella época los leprosos eran despreciados por la sociedad y obligados a vivir alejados muchas veces en cuevas, lo toca sin temor alguno, y el mal desaparece.
Con esa misma confianza y humildad, podemos nosotros recurrir al Cristo, la idea divina de Dios, ante cualquier desafío que podamos enfrentar, sabiendo que la pronta respuesta del Cristo en nuestro corazón siempre será: “Quiero, sé sano”, “Quiero, sé libre”, “Quiero, sé feliz”, “Quiero, está en paz”.
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