En todas partes, todos los días, nos dicen, o escuchamos en las noticias, que esto o aquello es irremediable. La expresión irremediable se aplica a las relaciones, a la búsqueda de empleo, a los problemas físicos y mentales, a los intentos de traer paz a las zonas más conflictivas del mundo, a la búsqueda de justicia individual y colectiva, y a muchas otras cosas. Esto implica, por ende, que siempre hay alguna situación, problema o trastorno para el cual no hay ninguna solución.
Ahora, permíteme que haga esta pregunta que puede que no parezca tener relación alguna con lo que acabo de decir: ¿Es acaso posible convencer a los matemáticos, que están totalmente conscientes de que trabajan con una ciencia exacta, de que hay un problema de matemáticas para el cual no hay solución? Y puede que alguien incluso piense que no es justo comparar los problemas que antes mencioné con simples problemas de matemáticas.
No obstante, es correcto hacer esta comparación, porque la Ciencia Cristiana es una ciencia verdadera y exacta. Un Científico Cristiano tiene la expectativa de sanar con la oración, así como la gente espera obtener respuestas correctas en matemáticas.
Como en matemáticas, la Ciencia Cristiana se basa en hechos que se pueden probar, no en creencias y supersticiones. Por lo tanto, incluye dentro de sí misma la inevitabilidad de una solución. En el libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, Mary Baker Eddy escribe: “Cuando los números han sido divididos de acuerdo con una regla fija, el cociente es tan incuestionable como las pruebas científicas que yo he hecho de los efectos de la verdad en los enfermos” (pág. 233).
Las matemáticas tienen un principio fijo y reglas fijas. La Ciencia Cristiana tiene un Principio fijo (Dios) y reglas fijas. En cualquiera de estos casos, la solución a un problema puede que requiera persistencia, disciplina y un mayor entendimiento, pero siempre puede encontrarse. Así es, inevitablemente.
Las matemáticas incluyen leyes de operación, y ley significa, entre otras cosas, que estamos ante algo predecible con lo que podemos contar, y que es universal; es algo que opera en todas partes, para todos, en todo momento. Podríamos decir que no existe nada más reconfortante, y que dependa menos de la desesperanza y el temor, que trabajar con una ley que tiene una aplicación exacta, y saber que todo aquel dispuesto a aprender sus reglas, puede practicarlas. En su libro de texto, la Sra. Eddy define y explica de diferentes maneras la Ciencia Cristiana como la ley de Dios, quien es el Principio divino de la Ciencia Cristiana.
Por supuesto, tal vez pensar que Dios es Principio haría que Dios pareciera distante y frío, pero lo bello de esto es que este Principio, el Principio impersonal de esta ley por siempre en operación, es el Amor, la Madre infinita de toda la creación. San Juan escribe en su primera epístola: “Dios es amor” (1° Juan 4:16). La Sra. Eddy dice en su Mensaje a La Iglesia Madre para 1902: “La energía que salva a los pecadores y sana a los enfermos es divina: y el Amor es el Principio de esta energía” (pág. 8). No hay nada de extraño ni profano en ver al Amor de una manera científica e impersonal cuando comprendemos qué es el Amor realmente. Al decir que el Amor es científico e impersonal no estamos hablando de la calidez del Amor, sino de la constancia de esa calidez. Es decir que el Amor es inmutable, infinito, imparcial, incondicional, digno de confianza, predecible, omnipresente, omnipotente y universal. Y lo que es más, la Sra. Eddy se refiere a la “Ciencia Cristiana legítima” en su libro de texto, como “ardiente de Amor divino” (véase pág. 367). De manera que este Amor que es el Principio perfecto irradia ternura.
Nada es imposible, nada es irremediable, para el Amor divino.
En su significado más profundo, la Ciencia Cristiana es la Ciencia del Amor, la ley del Amor, y eso es lo que es puro y simple acerca de ella. Pero es increíble cómo la mente carnal —temiendo que su nada sea puesta al descubierto— se opone a esta reconfortante idea de que Dios es un Principio divino siempre activo, y no una persona humana que nos consuela. No obstante, tenemos que conocer al Amor como Principio —y al hombre como el linaje de este Principio— para vencer el temor de encontrarnos en una situación desesperada. Pensar en Dios como una persona física, en lugar del Principio divino, el Amor —y que el hombre es una personalidad material, el linaje de la carne—no hace nada para disolver el temor que acompaña a la desesperación. De hecho, esta creencia es la raíz misma de la desesperación. El libro de texto explica: “Si oramos a Dios como a una persona corpórea, esto nos impedirá renunciar a las dudas y temores humanos que acompañan tal creencia, y así no podemos captar las maravillas elaboradas por el Amor infinito e incorpóreo, para quien todas las cosas son posibles” (pág. 13). Nada es imposible, nada es irremediable, para el Amor divino.
En toda la experiencia humana, ¿qué puede ser más puro y más perdurable que el amor de una madre por su hijo? Sin embargo, ante la muerte, la situación más irremediable que la existencia mortal nos pueda presentar, el amor de madre no es suficiente para hacer frente a la situación. El gran amor de la madre no pudo resucitar a su hijo que era llevado en un féretro en las puertas de la ciudad de Naín (véase Lucas 7:11-17). Pero Jesús, quien probablemente jamás haya conocido al muchacho, lo resucitó mediante su perfecta percepción de la omnipresencia y omnipotencia del Amor, del Amor divino como el único origen y Vida de ese joven.
Permíteme ilustrar este punto relatando una pequeña pero importante experiencia que tuve hace muchos años, la que me hizo tomar consciencia de la diferencia que existe entre la personalidad humana dispuesta a ayudar, y el Cristo, la idea espiritual del Amor divino que es el único “salvador del cuerpo” (véase Efesios 5:23, según versión King James).
Yo tenía 19 años, estaba cursando mi tercer año de universidad, e iba en barco rumbo a París. Días antes de que el barco atracara, enfermé gravemente. Apenas estaba consciente y casi no podía pensar en otra cosa más que en que Dios era mi Vida. Compartía el camarote con una persona totalmente desconocida, una joven que iba de camino a Suiza para estudiar. No obstante, con increíble abnegación, esta mujer cuidó de mí hasta que llegamos al puerto, y para entonces yo pude reunir mis cosas, y tomar el trasbordador de trenes a París.
Cuando llegué a París, me dirigí a la casa de una familia de Científicos Cristianos donde viviría ese año. Muy pronto después de mi llegada, me desperté en la noche con el mismo problema con el que había estado lidiando a bordo del barco. Llamé a un miembro de la familia quien de inmediato llamó por teléfono a una practicista de la Ciencia Cristiana de la zona. En pocos minutos, mi habitación pareció llenarse de la luz más brillante, y sané instantánea y permanentemente.
El siguiente domingo, cuando asistí a la iglesia por primera vez, me encontré con la leal practicista que me había sanado. Recuerdo vivamente esa importante experiencia. La practicista era bastante seria y muy reservada. No manifestaba ninguna calidez personal. Pero vi el profundo amor que expresaba en sus ojos cuando me miró. ¡Qué lección más grande fue para mí! El sanador había sido, y sigue siendo en todos los casos, el Cristo, la idea espiritual “ardiente de Amor divino”, no la calidez o frialdad de la personalidad humana de alguien.
Al pensar en esta experiencia, veo que la primera persona, la mujer a bordo del barco, me ayudó en el nivel humano de compasión y cuidado desinteresado, que eran muy necesarios y apreciados. Pero la bondad humana —la bondad que se cree derivada de la llamada mente humana— sigue incluyendo la creencia de que la materia y el mal son reales, mientras que la curación cristiana requiere comprender dos hechos fundamentales: la irrealidad de la materia y el mal, y la única realidad de Dios, el bien.
La segunda persona, la practicista de la Ciencia Cristiana, me ayudó en aquel nivel espiritual elevado, donde se entiende que el bien es real y el mal irreal. La practicista vio, con el sentido espiritual mi verdadero ser espiritual, que está más allá de la ilusión mesmérica de un mortal enfermo. Y esta visión correcta me sanó.
Cristo Jesús sanaba todo tipo de trastornos físicos, mentales y morales, y es reconfortante recordar que la mayoría de esos trastornos se consideraban incurables. Todas sus curaciones probaron que la salud no es una condición de la materia, que tiene que ser restaurada como materia, sino que es el estado natural del hombre como idea espiritual de la Mente perfecta.
En el sagrado Sermón del Monte de nuestro Señor, él define a Dios como el Amor absolutamente imparcial e impersonal; podríamos decir que usa un lenguaje que identifica al Amor como un Principio fijo cuando explica que nuestro Padre “hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos”. Y requiere de nosotros ese amor imparcial e impersonal que nos identifica como los hijos de nuestro Padre celestial. Él dice: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos” (Mateo 5:44, 45).
Al ver los elementos conflictivos que hay en el mundo —y también dentro de nuestro propio corazón— podríamos llegar a la conclusión de que no hay cosa más difícil que amar y bendecir a nuestros enemigos, y hacerles el bien. Si uno está enceguecido por la ira, la injusticia y el rencor, la tarea de amar y perdonar a nuestros enemigos podría parecer ilógica, injusta e irrazonable y debemos admitir, también imposible. Nos preguntamos por qué siquiera habríamos de intentarlo.
Pero debemos intentarlo. Cuando aceptamos la base científica del perdón —la totalidad del Amor y la nada del mal— comienzan a surgir la lógica de las enseñanzas de Jesús y las indecibles bendiciones que provienen al obedecer esta enseñanza. Los pecados de la ira, el rencor y el resentimiento, que ocultan nuestra naturaleza perfecta como semejanza del Amor, muy rara vez se vencen de la noche a la mañana. Pero el estar humildemente dispuestos a hacerlo nos pone en el camino de la esperanza y la curación. Trabajar, esforzarnos y luchar para poner poco a poco el pensamiento de acuerdo con el Amor perfecto que no conoce el mal, ni la discordancia, ni la parcialidad, ni la injusticia, ni la limitación y, por ende, a ningún enemigo, nos trae curación, la prueba práctica de la totalidad del Amor y de nuestra coexistencia con este Amor tanto en la tierra como en el cielo.
La verdad es que hasta que no aceptemos el hecho de que el Amor es un Principio fijo, y comencemos a vivir el Amor como un Principio fijo, no sentiremos la nada del mal y el fin de la desesperanza. Pero a medida que lo hacemos, la ilusión de que la vida y la inteligencia son materiales, parecerá cada vez menos real para nosotros.
Cuando los hechos se consideran con honestidad, no es posible pensar que la curación metafísica sea otra cosa más que una Ciencia real y práctica, la ley infalible del Principio divino, el Amor. Al apoyarnos en este Principio divino impersonal que satisface todas las necesidades humanas, la desesperanza se desvanece.