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Inmune a la picadura de alacrán

Del número de marzo de 2014 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana

Original en español

Adaptado del programa radial de El Heraldo de la Ciencia Cristiana,Sanando sufrimientos repentinos”.


Mi familia y yo vivimos en Cuernavaca, México, unos cinco años. Debido al clima cálido abundan los alacranes. Los veíamos con frecuencia en las paredes de piedra de nuestro jardín. A veces entraban en la casa a través de las puertas y ventanas.

Temprano una mañana, me desperté de pronto con un dolor muy intenso en el brazo. Encontré un alacrán en las sábanas y una pequeña marca de la picadura cerca del codo. Me invadió el temor, pues sentí cómo se me entumecía el brazo. Las picaduras de alacrán se consideran venenosas e incluso mortales, dependiendo del tipo de alacrán, la época del año y otros factores, y normalmente se tratan con un antídoto.

Soy estudiante de la Ciencia Cristiana, así que sabía que debía enfrentar ese temor de inmediato. Recordé una idea que había sido una ayuda poderosa en situaciones que había vivido con mis hijos: “Nada os dañará”. Es parte de una promesa que hizo Cristo Jesús a sus discípulos: “He aquí os doy potestad de hollar serpientes y escorpiones, y sobre toda fuerza del enemigo, y nada os dañará” (Lucas 10:19).

Sentí que esta idea, tan clara e importante, había sido escrita para mí. Me estaba diciendo que no había ninguna fuerza maligna o sustancia ponzoñosa capaz de invadir mi ser, paralizarme o impedirme respirar (síntomas asociados con la picadura de alacrán). El poder derivado de Dios que Cristo Jesús hizo evidente, estaba presente allí mismo con toda su potencia para contrarrestar los efectos de la picadura.

Jesús hizo esa promesa basándose en la premisa de que Dios es omnipotente y es sólo bueno y amoroso. Comencé a tener la seguridad de que podía ver y sentir esta gran presencia y poder donde me encontraba, puesto que Dios, no un alacrán, tenía el control sobre mí. El temor y el dolor se disiparon. La sensación de parálisis que sentía en el brazo desapareció, y en una hora mi brazo estaba totalmente normal.

En otra oportunidad, estando en el trabajo, de nuevo me picó un alacrán, esta vez en la mano. La primera curación me había demostrado de manera tangible que no había nada que temer o por qué sentirse impresionado. Estaba convencida de que el mejor antídoto que podía tener eran las verdades espirituales; lo que la Descubridora de la Ciencia Cristiana describe en una definición de “ángeles”, como “pensamientos de Dios que pasan al hombre; intuiciones espirituales, puras y perfectas; la inspiración de la bondad, la pureza y la inmortalidad, contrarrestando todo mal, toda sensualidad y mortalidad” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 581). Al orar manteniendo estas verdades espirituales en mi pensamiento, los síntomas fueron “neutralizados” con toda naturalidad, y como resultado tuve una curación rápida.

En la tierna y afectuosa presencia de Dios —el único lugar donde podemos por siempre estar— nos encontramos a salvo.

En nuestra familia era una regla que todos usaran algún tipo de calzado dentro y fuera de la casa, y revisaran sus zapatos para ver si había algún alacrán, antes de ponérselos, pero esto no siempre ocurría. Un día, mi hija, que en aquel entonces tenía 11 años, estaba descalza y sin darse cuenta pisó un alacrán en la casa. Sin embargo, no la picó. La protección que ella necesitaba se hizo evidente de inmediato. Juntas recordamos una vez más la fantástica promesa de Cristo Jesús, y nos sentimos muy agradecidas por ver que en la tierna y afectuosa presencia de Dios —el único lugar donde podemos por siempre estar— nos encontramos a salvo.

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