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Artículo de portada

365 días de Pascuas

Del número de abril de 2014 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana

Publicado originalmente en el Christian Science Sentinel del 25 de marzo de 2013.


En el museo d’Orsay en París, se festeja la Pascua todos los días.

En una galería cuelga una pintura de Eugène Burnand conocida como “Pedro y Juan corriendo hacia la tumba" (título completo: “Los discípulos Pedro y Juan corren hacia el sepulcro en la mañana de la resurrección”). Teniendo como fondo los suaves colores amarillo y púrpura de la luz del amanecer, los rostros de estos dos discípulos expresan ansiosa esperanza, incredulidad, vacilante anticipación y una excitante y renovada alegría al apresurarse a llegar al sepulcro. Están respondiendo a la sorprendente noticia que les dio María Magdalena de que su Maestro ha resucitado, como había prometido (véase Juan 20:1-10).

Contemplar esta obra maestra, incluso en el Internet, es sentirse atrapado en ese momento, sentir el poder de Cristo empujándonos desde un lugar de oscuridad mental a la confianza naciente de que “todas las cosas son posibles para Dios” (Marcos 10:27). Y aunque sabemos cómo termina esta historia tan importante del cristianismo —no con la crucifixión, sino con la resurrección— estos dos discípulos aún no han sido testigos de ella, y no parecen estar tan seguros de lo sucedido, como pronto lo estarán.

Certeza. Este es el regalo que la Pascua nos ofrece a cada uno de nosotros.

Certeza. Este es el regalo que la Pascua nos ofrece a cada uno de nosotros. Desplazar la duda con una confianza plena. Substituir el desaliento con renovada expectativa. Abandonar la tristeza por un profundo consuelo. Y eso viene con una prueba tangible, año tras año, cada temporada.

Pero también hay algo que nosotros debemos hacer, y esta pintura nos lo recuerda. Se trata de buscar al Cristo resucitado, ser un activo seguidor de las buenas nuevas, y dar cabida a su mensaje sanador. Con demasiada frecuencia, permitimos que la opinión que tiene el mundo de las cosas nos persuada de que las tragedias y la pérdida son inevitables, rodando así esa pesada piedra mental —aparentemente tan inamovible e impenetrable— entre la gracia de Dios y nosotros. Allí se encontraban los discípulos la mañana de la resurrección. ¿Acaso no es probable que Pedro estuviera luchando con su propia sensación de fracaso y de cobardía? A pesar de toda la convicción con que había encontrado a Cristo y se había dedicado a seguir al Hijo amado de Dios, su comportamiento resultó deficiente cuando más se lo necesitaba (véase Mateo 26:57-75). De hecho, todos los discípulos, incluso Juan, se quedaron dormidos en el Huerto de Getsemaní, cuando Jesús les pidió que lo acompañaran en oración (Mateo 26:36-46).

Pero esa no fue toda la historia. Lo que ocurrió aquella mañana de Pascua, hace tanto tiempo, fue un cambio radical del limitado razonamiento humano a la expansiva lógica divina. Cuando empezamos con Dios como la Vida eterna, como el Principio inmutable, el Amor, que anima al universo, solo hay una conclusión que prevalece: la continuidad del bien, la vida y el amor. No importa lo que haya sucedido.

Mary Baker Eddy, creció en un devoto hogar cristiano, y consideraba que la historia de la Pascua era sagrada. Cuando descubrió que las victorias de la Biblia se basaban en una Ciencia eterna que se aplicaba a la humanidad a través de todos los tiempos, ella transmitió estas ideas de curación y redención por medio de todos sus escritos, enseñanza y ministerio. La resurrección fue esencial en todos ellos.

La resurrección nos reorienta para que tengamos una nueva visión de la vida que proviene enteramente de Dios.

En Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, ella escribió: “Él [Jesús] comprobó que la Vida es imperecedera y que el Amor es el amo del odio” (pág. 44). Dios, como Vida y Amor eternos, tiene la última palabra en toda experiencia humana, por muy difícil o desgarradora que aparente ser. Ya sea que una condición de salud parezca abrumadoramente negativa y con pronóstico irreversible; o que el odio del mundo parezca estar dirigido a nosotros, o incluso más devastador aún, que estemos dirigiéndolo a nosotros mismos con la auto-condena y la culpa, la resurrección nos reorienta para que tengamos una nueva visión de la vida que proviene enteramente de Dios. Lo ilimitado y eterno definió a Jesús, y él lo demostró. Y esto nos define a nosotros también.

Pedro y Juan no encontraron a su Maestro en la tumba. La tumba jamás podía contener quién era él o cuál continuaba siendo su propósito. En cambio, Jesús los encontró cuando estaban escondidos llenos de miedo (véase Juan 20:19-23), y cuando trataron de volver a lo que solían hacer antes de conocerlo (véase Juan 21:1-24). Cualquiera fuera el lugar donde se sentían separados del amor y de un propósito, el Cristo llegó hasta ellos, los reprendió, los fortaleció y los ayudó a percibir más claramente el amor y la gracia de Dios en sus vidas.

Eddy escribe: “Su resurrección fue también la resurrección de ellos. Los ayudó a elevarse a sí mismos y a otros del embotamiento espiritual y de la creencia ciega en Dios a la percepción de posibilidades infinitas” (Ciencia y Salud, pág. 34).

No mucho después de aquella extraordinaria mañana, Pedro y Juan encontraron a un hombre que había nacido sin la habilidad de usar sus piernas. Con la fuerza espiritual de lo que habían aprendido de su maestro, levantaron a este hombre, lo pusieron de pie, completamente sano y capaz de caminar con ellos ¡y saltar!, cuando entraron en el templo para adorar a Dios (véase Hechos 3:1-10). Cualquiera haya sido la duda que tenían cuando se dirigían a la tumba de Jesús aquella mañana de la primera Pascua, ellos ya sabían la respuesta con certeza cuando se encontraron con este hombre en la puerta del templo.

Nosotros también podemos sentir esa confianza de la Pascua para sanar.

En la primavera de mi último año de universidad, una de mis compañeras de cuarto me dejó un mensaje diciendo que mi abuelo había fallecido. Para mí fue una noticia devastadora. No porque su muerte fue repentina, sino porque sentí que durante varios años le había fallado. Crecí pasando casi todas las mañanas en su cocina, desayunando con él antes de subir al autobús escolar. Mis padres trabajaban todo el día, y él era parte integral de mi crianza, así que teníamos una relación muy estrecha.

Pero al estar cada vez más envuelta en la vida universitaria, tan lejos de donde él vivía, yo no le había escrito ni lo había llamado como él esperaba, o, me di cuenta en ese momento, como debería haber hecho. Con un corazón lleno de culpa y pena, me fui a casa para asistir a su funeral.

El domingo siguiente era Pascua. Sentada en la iglesia con la luz de la mañana entrando por las ventanas, empecé a escuchar el mensaje de la resurrección desde una nueva perspectiva. Así como Jesús demostró a sus estudiantes que no podían encontrarlo en la tumba, a mi abuelo tampoco podíamos encontrarlo allí. Una sepultura nunca podría contener la esencia espiritual de su verdadera identidad como hijo de Dios. Y como Dios estaba siempre presente, todas las cualidades que Él le había otorgado a mi abuelo y que yo tanto amaba, eran eternas y siempre presentes. Cuanto más consciente estaba de la presencia de Dios como Amor y Vida infinitos, más pude darme cuenta de que esta presencia divina impartía una relación eterna e inquebrantable con mi abuelo y con todos los demás que yo amaba.

Sentí cómo se disolvía ese enorme peso de tristeza y auto-condena. Sólo sentí una alegría incontenible y gratitud por el profundo ejemplo de Jesús, por sus discípulos que llevaron ese ejemplo adelante a través de las generaciones, por cada uno de nosotros presentes en esa ceremonia que atesorábamos este mensaje en nuestras propias vidas.

La reunión concluyó con el conocido himno de Pascua, el cual destacó aún más todo esto para mí. Yo cantaba con una genuina alegría de Pascua porque había visto “al hombre que hizo Dios”. Me sentí liberada “de temores”, del dolor y del pesar, e inspirada con un nuevo compromiso de que “será Pascua cada día al tener Su bendición” (Himnario de la Ciencia Cristiana, N° 413).

El pintor Eugène Burnand ciertamente captó la humanidad de los discípulos en el camino a una nueva comprensión del Cristo. No obstante, lo que ellos percibieron nunca puede estar totalmente representado en una pintura o en cualquier otro medio artístico. Se requiere el espíritu de nuestro propio amor y vida espiritual para colorearlo por completo, dejando que cada día se convierta en su propia obra maestra sobre la Pascua.

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