La otra noche, estaba viendo las noticias en la televisión, y me di cuenta de que muchos expertos trataban de culpar a alguien o a algo, por los indeseables sucesos ocurridos. Especulaban en todas las direcciones y señalaban culpables, mientras buscaban a quién podían acusar para que asumiera la responsabilidad de ciertos problemas.
¿Quién fue el culpable de que el mundo se viera involucrado en Afganistán e Irak? ¿Quién causó la reciente recesión mundial y el colapso de los bancos? ¿Quién es responsable de la adversa fortuna de los partidos políticos? ¿A quién hay que culpar porque cierto equipo de fútbol no haya ganado? ¿Quién es el culpable en casos de separación y divorcio? ¿Quién debe asumir la responsabilidad cuando los jóvenes no aprueban sus exámenes, no logran encontrar trabajo, o caen presos de las drogas?
Según parece, el mundo se ha contagiado de la tendencia a acusar. Acusar significa encontrar defectos, censurar, culpar poniendo la responsabilidad en alguien. Entre los términos sinónimos de la palabra acusación se encuentran, condenación, crítica, desprecio, reprensión, recriminación, desaprobación.
El valor de hacer frente y asumir la responsabilidad de nuestras acciones, a menudo requiere fortaleza y humildad, pero cuando el móvil es puro y bueno, los resultados bendicen a todos.
El juego de la culpa no es placentero, y por lo general, lleva a la división, la alienación, la oposición, el odio, incluso la venganza. ¿No será que el hábito de acusar está impulsado, no por los asuntos que surgen, sino por la atmósfera del pensamiento? ¿Estará el hecho de acusar creando más acusaciones? ¿Será contagioso?
Te propongo hacer esta pequeña prueba. Ten a mano un anotador y un lápiz cuando veas las noticias, escuches la radio, o navegues por Internet, y anota cada instancia en que alguien —algún político, entrenador, ejecutivo de empresa, educador, comentarista o celebridad— acusa a otros de los fracasos, en lugar de aceptar la responsabilidad y seguir tranquilamente adelante. Los resultados de esta prueba podrían revelar con cuánta urgencia necesitamos orar.
Un artículo escrito por un erudito y publicado en el número del 17 de octubre de 2009 del Journal of Experimental Social Psychology, titulado “Blame Contagion: The Automatic Transmission of Self-Serving Attributions” (El contagio de culpar: la transmisión automática de atribuciones en beneficio propio), informa acerca de algunos intrigantes experimentos realizados recientemente.
Al considerar la tendencia humana de atribuir los fracasos personales a otra persona o suceso, los investigadores llegaron a la conclusión de que podemos absorber la propensión de acusar de una atmósfera donde la gente se la pasa acusando a los demás, aun cuando nuestros asuntos no tengan nada que ver con los de ellos. Según los investigadores, lo hacemos para protegernos al ver amenazada nuestra propia imagen. Cuando vemos situaciones en las que la gente se salva culpando a otros, adoptamos la tendencia a tener ese mismo comportamiento. No obstante, fue interesante ver que los investigadores encontraron que cuando la gente escribe acerca de sus propios valores esenciales y los afirman para sí mismos, antes de escribir sobre sus propios fracasos, el “efecto del contagio de culpar” es eliminado. ¿No demuestra esto que a medida que nos identificamos conscientemente con nuestra verdadera, original e inocente identidad espiritual, eliminamos el sentido de culpa y la tendencia a acusar a los demás?
Entonces, ¿dónde se origina la tendencia a culpar? Me viene al pensamiento el segundo relato de la creación en el libro del Génesis, donde Adán trata de encontrar algo o alguien a quien culpar por su propia desobediencia, y acusa a Eva (véase cap. 3).
¿Cuántas veces culpamos a otros por nuestras propias faltas? Acusamos a nuestro cónyuge, nuestros hijos, el clima, nuestro jefe, el gobierno, el presidente, el primer ministro, el conductor del taxi, la computadora. Entonces, si esto no es correcto, ¿significa que sería mejor acusarnos a nosotros mismos y poner el peso de la auto-condena sobre nuestras cabezas? ¡No! Si bien debemos reconocer que somos responsables de nuestros propios pensamientos y acciones, la culpa tiene que ponerse donde corresponde, en la forma errónea y material de pensar que trata de prenderse a una persona, lugar o cosa.
Mary Baker Eddy escribe: “Somos responsables de nuestros pensamientos y acciones;… Cada uno es responsable de sí mismo” (Escritos Misceláneos 1883–1896, pág. 119). Y en otra parte escribe: “Esta verdad significa que debemos llevar a cabo la obra de nuestra propia salvación y asumir la responsabilidad de nuestros propios pensamientos y acciones;…” Luego cita las palabras del Apóstol Pablo: “todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (La curación cristiana, pág. 5; Gálatas 6:7).
El valor de hacer frente y asumir la responsabilidad de nuestras acciones, a menudo requiere fortaleza y humildad, pero cuando el móvil es puro y bueno, los resultados bendicen a todos. Este estado de pensamiento nos permite decir con humildad: “Si hice algo malo, perdóname; he aprendido la lección y voy a hacer todo lo posible por enmendar mis acciones, jamás causando que otro tenga que cargar con mi responsabilidad”. A veces las palabras más difíciles de expresar son simplemente: “Lo siento”.
Podemos reconocer nuestro ser innato e inocente, y el de los demás, porque somos hombres y mujeres creados a imagen y semejanza de Dios, inmunes y enteramente separados de las engañosas y falsas acusaciones de la serpiente.
En el relato de la creación de Adán, la culpa por el desastre en realidad le correspondió a la serpiente, la cual trató de hacer creer tanto a Adán como a Eva, que Dios no era omnipotente, omnipresente y omnisciente. Eva cayó presa de las artimañas de la serpiente, hasta que se dio cuenta de lo que había sucedido y admitió que había sido engañada: “La serpiente me engañó, y comí” (Génesis 3:13). Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras por Mary Baker Eddy, señala que la “mansa penitencia” de Eva, sugiere que la clave de su respuesta puede haber sido: “‘Ni el hombre ni Dios han de cargar con mi culpa’”. Ese pasaje continúa diciendo: “Ella ya ha aprendido que el sentido corporal es la serpiente. Por lo tanto es la primera en abandonar la creencia en el origen material del hombre y en percibir la creación espiritual” (págs. 533–534).
Entonces, ¿qué es realmente la serpiente? Como aprendemos en la Ciencia Cristiana, la serpiente es un error de pensamiento tan sutil que con frecuencia, no reconocemos sus ocultas formas de actuar. De hecho, ¡a menudo culpamos a todo, menos a la serpiente! La Biblia compara las sutiles formas de actuar de la serpiente con una “víbora junto a la senda, que muerde los talones del caballo, y hace caer hacia atrás al jinete” (Génesis 49:17). Son en realidad las serpentinas sugestiones mentales, y las acciones subsecuentes que realizamos basadas en esas sugestiones, las que llevan a los desastres, las dificultades y la discordia.
Con frecuencia, tanto figurada como, tal vez, literalmente hablando, pensamos que cuando un jinete se cae es por su propia culpa; otras veces vamos un poco más allá, y pensamos que puede haber sido culpa del caballo. Pero, ¿con cuánta frecuencia reconocemos que la verdadera culpable es en realidad la serpiente, la víbora que está escondida en el pasto?
A menos que reconozcamos las sutiles actividades de la serpiente, y las manejemos con la oración, continuaremos teniendo caballos que corcovean y jinetes que se caen por todos lados, porque la serpiente sigue allí, oculta en el pasto, mordiendo víctimas inocentes e impotentes. La culpa siempre la tiene la serpiente, la cual es definida en parte en el Glosario de Ciencia y Salud como “…la creencia en más de un Dios; ... la primera pretensión de que hay un opuesto al Espíritu, o el bien, denominado materia, o mal; el primer engaño de que el error existe como una realidad; ...La primera pretensión audible de que Dios no era omnipotente y de que había otro poder, llamado el mal, que era tan real y eterno como Dios, el bien” (pág. 594).
Jesús mismo lidió con el concepto de culpa cuando sanó al hombre que había nacido ciego. La Biblia nos dice que todos, incluso los discípulos, estaban tratando de encontrar quién era culpable por la condición del hombre: “Le preguntaron sus discípulos, diciendo: Rabí, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que haya nacido ciego? Respondió Jesús: No es que pecó éste, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él” (Juan 9:2, 3).
Jesús dejó bien en claro que estaba mal culpar a los padres o al hombre, porque ellos eran inocentes. Entonces se produjo una gloriosa curación, la cual reveló que lo que había que hacer no era ir echando culpas a unos o a otros, sino, en cambio, glorificar a Dios y verlo como el único poder y presencia. Esto eliminó la serpentina sugestión de ceguera, y el hombre fue sanado.
En síntesis, ¿qué podemos hacer para ayudar a una cultura atrapada en el contagio de culpar? Posiblemente tres cosas: Primero, comprender que culpar a otros o a nosotros mismos por los fracasos y problemas, lejos de ser un hábito malo o insignificante, es algo equivocado, deshonesto y contagioso, y podemos negarnos a tomar parte en él o a que nos infecte.
Segundo, podemos asegurarnos de poner siempre la culpa donde corresponde, o sea, en la serpiente —las sutiles y erróneas sugestiones de la manera de pensar material y perversa— y no en la gente. Debemos enfrentar el pecado, y prestar atención al arrepentimiento y a la reforma. La Sra. Eddy escribe: “El pecado es su propio castigo” y “…el verdadero sufrimiento por tus propios pecados cesará en la proporción en que cese el pecado” (Ciencia y Salud, págs. 537, 391).
Tercero, podemos reconocer nuestro ser innato e inocente, y el de los demás, porque somos hombres y mujeres creados a imagen y semejanza de Dios, inmunes y enteramente separados de las engañosas y falsas acusaciones de la serpiente. Al eliminar verdaderamente el sentido de culpa de esta manera, podemos regocijarnos en las palabras del Apóstol Pablo: “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu. Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte” (Romanos 8:1, 2).