Al llegar a Togo, en África Occidental, mi amigo y yo entramos en el área de inmigraciones. El aire, cálido y húmedo, era un cambio que recibimos con agrado, al pensar en el clima invernal que habíamos dejado atrás. Sin embargo, poco después esa bienvenida fue interrumpida por la incertidumbre: Mi amigo no tenía la tarjeta de vacunación amarilla. Antes de nuestra partida, el consulado de este país nos había informado que no era necesaria. Llevaron a mi amigo a otra fila donde había hombres con batas blancas de laboratorio, y como él no hablaba el idioma, fui con él.
Tuve miedo por un momento, cuando me di cuenta de que tal vez tendría que ser inoculado allí, en un aeropuerto desconocido. Pero con la misma rapidez, me vino el pensamiento de que cualquiera fuera la situación en la que nos encontráramos, no habíamos volado fuera del “reino de los cielos”, del que Jesús habla en su Sermón del Monte (véase Mateo 5:10). En ninguna parte del mundo podía existir un lugar que estuviera fuera del control y de la bendición de Dios y el espíritu del Cristo. Este reino del que hablaba Cristo Jesús, diciendo que está dentro de nosotros, es lo que nos rodea. Es el único ambiente verdadero. Es la única región, localidad o lugar en la que podemos estar.
En ninguna parte del mundo podía existir un lugar que estuviera fuera del control y de la bendición de Dios y el espíritu del Cristo.
Mientras esperábamos en la fila, orando, me pregunté si las personas que estaban delante de nosotros y habían entrado y salido, habrían sido inoculadas o no. No veía ninguna evidencia de que les hubieran dado una inyección, y no llevaban ninguna tarjeta amarilla. Entonces pensé que lo que íbamos a enfrentar en ese pequeño cuarto del aeropuerto, no era una inoculación, sino una excusa para pedir una coima.
Poco después, empecé a conversar con un europeo que estaba adelante de nosotros en la fila y se sentía muy molesto con esa demora. Nos contó que entraba a Togo con regularidad muchas veces al año, y que nunca antes lo habían detenido por no tener la tarjeta amarilla. Expresó lo que yo había estado pensando, que esto podía ser una distracción para obtener un soborno. Esta conversación me ayudó a ver claramente lo que tenía que tratar en mis oraciones. La corrupción tiende a producir un sentimiento de persecución. El hecho de que lo detuvieran para obtener una coima, hacía que este hombre se sintiera a merced de las autoridades. Y aquellos que piden soborno con frecuencia se sienten impotentes para cambiar un sistema de injusticia y dominación, lo cual contribuye a que se considere que la corrupción es algo de todos los días.
Yo estaba consciente de que el amor de Dios estaba presente para todos, así que pensé que muchas veces había hablado con personas en diferentes partes de África acerca de la necesidad de orar para sanar la corrupción. En cada instancia, la resignación y la impotencia cedieron un poco para admitir que Dios tiene todo el poder y la habilidad para proveer todo el bien a Sus hijos.
Poco a poco, sentí la fuerte convicción de que existe igualdad espiritual y amor entre los pueblos y las naciones. Ningún idioma, situación económica o etnicidad puede dividir los corazones que saben que tienen una sola fuente divina. Mentalmente me negué a estar de acuerdo con el engaño de la corrupción, debida presuntamente a las necesidades no satisfechas y a la vulnerabilidad. Por más arraigada que esté en el pensamiento, la corrupción no puede oponerse a la luz del amor y la igualdad que expresaba el Cristo, la cual atraviesa las tinieblas y la impotencia. Yo sabía que aquellos hombres vestidos con batas de laboratorio, así como todos en cualquier país donde la corrupción parece ser común, no estaban apartados de la seguridad y estabilidad divinas que resultan cuando se conoce a Dios.
A esa altura, yo todavía no sabía exactamente qué nos esperaba del otro lado de la puerta, pero percibía claramente que lo único que podríamos ver cuando entráramos, sería una evidencia de que el bien y el amor estaban presentes. Poco después, nos hicieron entrar en el cuarto.
Los hombres nos pidieron nuestras tarjetas amarillas y dijeron que si no las teníamos, les tendríamos que pagar algo a ellos para permitirnos pasar por inmigraciones. Entonces les expliqué que mi amigo y yo estudiábamos una religión en la que se recurre a la oración para obtener curación de cualquier problema, y que no podíamos darles dinero. Seguí hablando y al comentar que pertenecíamos a una iglesia cristiana, uno de ellos me interrumpió diciendo: “¿Hay acaso algún otro tipo de iglesia?”, y se rió. Entonces todos nos largamos a reír con ganas. La risa rompió la tensión que reinaba en el cuarto, y la reemplazó con un sentido de integridad y unidad.
Por más arraigada que esté en el pensamiento, la corrupción no puede oponerse a la luz del amor y la igualdad que expresaba el Cristo, la cual atraviesa las tinieblas y la impotencia.
Mientras nos reíamos, los hombres nos pidieron que oráramos. Nos preguntaron: “¿Realmente creen que la oración funciona?” Cuando les dije que sí, me pidieron que oráramos por ellos. Mi amigo y yo les dijimos que nos daría mucho gusto hacerlo, y nos hicieron salir, diciendo: “¡Tienen que irse y ocuparse en su trabajo de oración! ¡No se olviden de orar por nosotros” Nosotros tomamos su pedido seriamente, y oramos por estos hombres y para ver que el poder que tiene Dios sobre la corrupción, se sentiría.
Fuimos al frente de la fila de inmigraciones, y el resto del camino para salir del aeropuerto, transcurrió sin incidentes. Yo continúo pensando en aquel encuentro, y cómo el amor y la unidad invalidaron la corrupción.
No importa cuán arraigada parezca estar la corrupción en ciertas partes del mundo, la misma se combate volviendo la mente y el corazón individual en dirección a un espíritu más profundo de unidad que nos conecta a cada uno de nosotros. Toda acción, por más pequeña que sea, para eliminar la corrupción, planta las semillas para que las generaciones futuras estén establecidas sobre un fundamento de honradez e igualdad.