Todo comenzó un domingo por la noche hace varios años, cuando mi hermana y yo fuimos arrestadas por dos policías encubiertos mientras acompañábamos a un primo hasta un taxi a unos 300 metros de nuestra casa familiar. Un tercer agente, que estaba en uniforme, nos obligó a ambas a ir a la estación de policía, porque no teníamos ningún tipo de identificación con nosotras.
En el camino, vimos a un muchacho del barrio y lo enviamos a avisarle a nuestros padres. Cuando nuestro hermano mayor llegó con nuestros documentos de identificación, el jefe de la policía, de todos modos, insistió en mantenernos a mi hermana y a mi hasta la mañana. Después de haber escuchado historias acerca de lo que ocurría en las celdas de las comisarías, estaba aterrada y aferrándome a mi hermano mayor. Por último, el jefe de la policía nos dejó ir por una cierta cantidad de dinero.
Después de esa experiencia, empecé a odiar a cualquier persona que llevara puesto un uniforme. Por varios años, fui arrestada por hombres uniformados en plena luz del día, incluso aunque llevara conmigo una identificación. No me había dado cuenta de que este odio me privó de todo tipo de protección.
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